Ignacio Camacho-ABC
Para desempeñarse en el mundo jurídico, Rivera habrá aprendido que un mal acuerdo es preferible a un buen litigio
Cuando Albert Rivera comience a ejercer en el despacho jurídico que acaba de contratarlo, le convendrá explicar a sus futuros clientes el adagio primordial del buen abogado: que un mal acuerdo es preferible a un buen pleito. Sólo que quizá sea él, visto el final de su trayectoria política, el que primero tenga que aprenderlo, junto a la necesidad de evaluar bien las posibilidades de éxito antes de enredarse en un proceso. El olvido de esos dos axiomas es la causa de su ingreso, o retorno, al mundo del Derecho, en el que sin duda tiene buen futuro a condición de que su espíritu inteligente y despierto prime sobre el talante de soberbia autosuficiente que sus compañeros detectaban alarmados en
los últimos tiempos. El bufete busca al Rivera que destacaba como líder brillante, seductor, inspirador, intuitivo: al dirigente resuelto, de ideas claras y discurso fluido, que levantó de la nada un partido, lo hizo crecer y supo rodearse de un competente equipo con el que plantar cara al chantaje del nacionalismo. Ése era el perfil sobre el que recayeron grandes expectativas que él mismo hundió cuando mejores cartas tenía para desempeñar el ansiado papel de contrapeso a la dinastía bipartidista; un formidable capital que dilapidó en una extraña cadena de errores suicidas para acabar haciendo mutis sin un mínimo atisbo de autocrítica.
Porque los electores de Ciudadanos -los dos millones y medio que lo abandonaron y el millón y medio que lo siguió votando- aún tienen pendiente una explicación de aquel ruidoso fracaso. Al menos, la versión del principal interesado, que reaparece satisfecho de su nueva vida y aparentemente liberado de la responsabilidad en el descalabro. Parece feliz: tiene un prometedor trabajo, va a ser padre y pronto publicará un libro en el que se supone que contará siquiera una parte de lo que todavía no ha dicho. Y afirma que ahora va a ser lo que siempre quiso, sorprendente declaración para un hombre que hasta hace tres meses aspiraba con empeño decidido al más alto rango político. Algo no cuadra en este giro repentino: si su auténtica vocación era la de acabar como letrado en ejercicio escogió un itinerario bastante retorcido… y ha frustrado muchas esperanzas ajenas en el camino.
Tal vez Albert Rivera haya sido un fenómeno de sobrevaloración extrema, fruto de la ansiedad sociológica por la renovación del centro-derecha. O acaso la víctima de una patología propia de comunidades moralmente enfermas, capaces de castigar a un candidato por la rareza de sostener su palabra y cumplir sus promesas. O simplemente un líder de sugestiva apariencia que en el momento decisivo equivocó la apuesta. Lo único claro es que entre sus muchas virtudes no estaba la perspicacia estratégica. Pero le debe un relato a quienes creyeron que su aventura merecía la pena. Y no puede ser sólo el de lo tranquilo que se ha quedado al desentenderse de ella.