Gabriel Albiac-El Debate
  • Habrá quienes sigan llamando a eso política. Pero su nombre es familia: «Famiglia» en italiano; «Famigghia», si se prefiere, en siciliano. De otro modo: nuestra cosa, ‘Cosa Nostra’

Decíase –y aún está en uso– que una moza o un mozo casaderos eran «un buen partido» cuando aportaban al altar medios económicos lo bastante opulentos como para garantizar regalada vida a los avispados (o avispadas) contrayentes: así aparece en la primera edición (1694) del Diccionario de la Academia Francesa. Más antiguo es aún otro uso alternativo; el que registra el primer diccionario de la Academia Española en el año 1737: «Mugeres del partido: las que son del mal vivir, vendiendo su cuerpo, que llaman comúnmente rameras». Siguiendo su habitual protocolo, el Diccionario de Autoridades propone a su definición una fuente literaria aplastante; Cervantes, en este caso (Quijote, I, 2): «Estaban acaso à la puerta dos mujeres mozas, de estas que llaman del partido: las cuales iban à Sevilla con unos harrieros».

Son usos léxicos más originarios que este que hoy asimila para nosotros «partido» con la traslación, a escala, de estructuras y lógicas de Estado sobre un grupo organizado de ciudadanos que buscan el beneficio del poder político. Un rastreo minucioso no permite vislumbrar la prioridad de éste último sentido en los diccionarios europeos más que a partir del quinto decenio del siglo XIX. Con anterioridad a la era de las grandes revoluciones burguesas, «partido» es, en su sentido social, esa cosa que, aún hoy, el Diccionario de la Real Academia Española (actualización de 2023) registra como sinónimo de «pandilla, panda, cuadrilla, banda, facción, asociación, clan, partida, bando, bandería, camarilla, círculo, capilla, secta».

Lo que los revolucionarios del XIX pusieron en el núcleo duro del término era el significado de «fracción» de la sociedad: aquella «parte» que asumía la necesidad de inventar una nación y un Estado nuevos; y, por contraste, también la fracción que se oponía a ello. De esa apuesta nació la Europa que conocemos. La que hoy se descompone. En esta descomposición de Estados y naciones, naufraga necesariamente la forma-partido que fue su germen. Bajo formas de putrefacción diversamente venenosas.

La que toma en España está, como toda nuestra modernidad, marcada por la imposible regresión en el tiempo: de la cual tan sólo pueden nacer monstruos. La Transición política se asentó, en 1978, sobre un armazón durísimo de partidos que, bajo legislación democrática, reproducían la disciplinas de acento totalitario que estaban en sus orígenes: recientes, en el caso de la Alianza Popular de Fraga; ancladas en las tormentas de entreguerras, las que erigían las fortalezas militantes del PCE y el renacido PSOE. Eran cosa del pasado. Todas. Pero resultaron funcionales, en un tiempo en el que la democracia no era más que una importación sobre una sociedad en la que jamás existió sombra de liberalismo alguno.

No podía durar ese inencajable anacronismo. Ya el régimen de Felipe González fue más un caudillismo benévolo que una democracia parlamentaria de corte europeo. Odioso o adorado, González tenía la fuerza necesaria para mantener en pie aquel híbrido de un Estado democrático en permanente violación de la ley. Con un párvulo no muy dotado como Rodríguez Zapatero, todo se vino abajo: hasta la bancarrota que lo depuso de su disparatado trono de Ubú Rey. A trancas y barrancas, se fue perseverando en lo que ya no era viable. Y, en el año 2018, llegó Pedro Sánchez. Que barrió todo lo que había: partido como Estado. Puede, seguro, que Sánchez sea indeciblemente más perverso que Zapatero. Pero es menos tonto: entendió que la fiesta del 78 había terminado; que el poder no iba a sostenerse ya sobre un partido que él acabó por disolver salvo las siglas: léase el indispensable libro de Joaquín Leguina («Pedro Sánchez. Historia de una ambición») para desmenuzar esa voladura; que el poder debía retornar a una forma más arcaica y más dura: el despotismo personal.

En el siglo XVI, el joven Étienne de La Boétie había escrito que no hay poder firme que repose sobre otra cosa que no sea la consideración del «placer del amo como más deseable que el placer propio». Llamaba a eso «servidumbre voluntaria». Categoría que, en rigor, no venía del léxico de la filosofía política, sino del «amor artesano de mis propias desdichas» que rige la poética de la «rendición voluntaria» a los caprichos del amado en Pierre Ronsard y en los poetas de la Pléyade. La dominación despótica es, piensa La Boétie, desplazamiento perverso del amor cortés al ámbito de la política.

Quien recuerde la noche electoral de julio de 2023 estará viendo eso: en los arrebatados saltitos, axilas al aire, de la ministra danzarina ante su Jefe. ¡Si eso no es amor…! Lo estará viendo quien considere con seriedad el espectáculo de los últimos meses. Una crisis terminal de Estado, convertida en cursi historia de amor por la carta a su esposa de un primer ministro analfabeto, cuyo amado hermano burla todas las obligaciones fiscales que atenazan al normal ciudadano, sin que a nadie se le pase por la cabeza dar explicaciones; un llamamiento a los fieles para que pongan su placer en el placer de Begoña Gómez o en el del hasta anteayer ignoto «David Azagra». Y, a través de ellos, en el placer del Amo.

No hay partido, no hay política. Hay cónyuges, hay hermanos y hay cónyuges de los hermanos; hay benéficas ligazones sentimentales y económicas en diverso grado: es todo. Y nadie explica nada. Y nada pasa. «Buen partido», decía la lengua antes de mutarse en jerga, es aquel que garantiza pecunio de por vida a cambio de fidelidad. Nadie se engañe. Habrá quienes sigan llamando a eso política. Pero su nombre es familia: «Famiglia» en italiano; «Famigghia», si se prefiere, en siciliano. De otro modo: nuestra cosa, Cosa Nostra. Sánchez, sin duda, ha sido un buen partido.