- Aparece Begoña sola, sin Sánchez, toda de rojo, recorriendo el pabellón entre los abrazos de los delegados. Es una víctima: la libertad guiando al pueblo.
Es difícil describirlo con una sola escena, pero dos días de encierro en este pabellón permiten palparlo con mucha nitidez. El PSOE es un búnker. Un lugar desde el que salen miles y miles de palabras pero al que no entra ninguna. Aldama, Koldo, Ábalos, el caso Begoña… Todo eso que circula raudo por las barras de los bares aquí no existe.
Y no es una posición fingida. Desde el presidente del Gobierno hasta el último militante sólo mencionan las distintas tramas –así, en genérico, sin nombres propios– como la prueba irrefutable de un golpe urdido entre jueces de derechas, políticos de derechas y medios de derechas para tumbar el Consejo de Ministros con métodos ajenos a la Democracia.
Antes de llegar aquí, creíamos que se trataba de un relato fabricado desde la ficción, pero desde el centro de este salón enorme de techos altos y de metal sí nos resulta sencillo escoger una escena para demostrar que ese bulo ha terminado por convencer a sus propios autores.
Estamos junto al pasillo que se ha abierto entre la multitud para que vayan pasando camino del escenario los dirigentes del partido. Llega Sánchez, cambia la música. El presidente se lanza a los abrazos y las fotos. Estamos muy cerca, a menos de dos metros. Inclina la cabeza para besar a una señora. Y lo vemos. Los ojos rojos como un vidrio a punto de estallar.
Es un hombre emocionado que se quiebra porque siente que vive en un territorio hostil y que, de pronto, descubre el cariño del pueblo. Aunque sea su pueblo. Es un hombre que huye de los jueces y que se refugia en una Galia roja donde no pueden hacerle preguntas.
Los ojos enrojecidos y llorosos de Sánchez son de verdad; son la punta de ese iceberg que hemos ido descubriendo desde que llegamos a este Congreso federal. La dirección del partido se ha convencido de que esa especie de golpe está en marcha. Son las víctimas que disparan en defensa propia. El golpe contemporáneo –sin armas pero igualmente antidemocrático– es el dogma de fe de este Concilio.
«Mentiras propagadas en sede judicial», dice Santos Cerdán sobre el escenario. «Cacería humana». Incluso nos regala una comparación con la cárcel, el exilio y las ejecuciones de la dictadura. El secretario de Organización estrena la doctrina. Nos están dando un golpe y vamos a pararlo.
La política es mucho más compleja de lo que parece en una tertulia de televisión. Porque cuando uno está en su casa, muy lejos de todo esto, y tiene una vida ajena a la militancia, cree que PSOE y PP diseñan estas estrategias tan raras simplemente para ganar el poder. Y suele ser así, pero ni siquiera en estos días de máximo cinismo se puede orillar el convencimiento como factor de análisis.
Lo hemos visto en los ojos de Sánchez. Nos habíamos equivocado. El golpe funciona en su cabeza. Tanto se lo han repetido que creen en la veracidad de lo que, quizá sí, empezó como una cortina de humo.
Nos acercamos a la puerta. Miramos al control de seguridad. A una banda de música que va camino de algún lugar a dar un concierto, a un gitano –se presenta así, «¡dadle algo a este gitano!»– que va vendiendo calcetines. Miramos a las familias que cogen mesa en el McDonald’s de enfrente.
¿Hasta qué punto puede calar en ellos, en nosotros, en cualquiera, la idea del golpe? Cuando mañana esto se acabe, se abran las compuertas de este Congreso federal y los dirigentes socialistas regresen a sus puestos de bombardeo propagandístico, ¿qué tipo de eficacia tendrá un relato así? Porque esa es la esperanza de la resiliencia: asemejar la sociedad a este búnker.
Lo del «golpe blando» –por fortuna, el PSOE todavía no utiliza esa expresión- fue una teoría muy extendida en la España de finales de los setenta y principios de los ochenta. Se popularizó en la carne del general Armada, que conspiraba con políticos y periodistas para echar a Suárez sin urnas de por medio. Militares, políticos y periodistas. Hoy, los militares salen de la ecuación y entran los jueces.
Cuesta encontrar voces discordantes. Aparece un miembro del Gobierno que dice confiar, ¡todavía!, en la separación de poderes. Aparece un alcalde que remarca la idea de que «no son todos los jueces». Dos marcianos que susurran, que miran a los lados.
–Joder, es cuestión de mala suerte. La cosa es no toparte con un juez como Mbappé.
–¿Como Mbappé?
–Sí, uno malo, que no da una. Pero yo sigo creyendo en la justicia de este país. Los fallos de los jueces también se acaban corrigiendo.
Otra escena: Manuel Chaves y José Antonio Griñán, en la misma fila de los ministros, como dos gobernantes más, ovacionados con estruendosa intensidad. Ellos, emocionados. Los mismos ojos rojos de Sánchez.
Son los presidentes de la trama de los ERE. El Constitucional les ha librado de la cárcel, pero sigue existiendo una sentencia judicial que acredita que, bajo su mando, se produjo una de las tramas de corrupción más enjundiosas de la Democracia.
Ese matiz no importa. Todo encaja. Los condenaron porque hay un golpe en marcha. Se han salvado de milagro. Es una victoria a celebrar. Miramos ahora a Susana Díaz, que hace cinco años era aclamada por estos mismos militantes cual Evita Perón. Hoy, nadie la mira. Ella se conforma con decir a los periodistas que este partido se ha tornado inhabitable.
Y una última escena, el clímax: aparece Begoña sola, sin Sánchez, toda de rojo, recorriendo el pabellón entre los abrazos de los delegados. Es una víctima. Es la libertad guiando al pueblo, como en el cuadro de Delacroix. Si Begoña está aquí y sonríe es porque estamos resistiendo al golpe. Los imputados culpables se esconden; los imputados víctimas de un golpe… se aparecen entre la multitud.
Después de este Congreso, nada será igual. La disputa por el poder ya no será entre la «izquierda progresista» y la «extrema derecha». Pelearán los «demócratas» contra los «golpistas».