El uso del burka o del niqab atenta contra la concepción occidental de la dignidad de la mujer y las autoridades tienen que buscar un punto de equilibrio entre el respeto a las decisiones individuales sobre el vestido y el esfuerzo por cambiar costumbres, que no preceptos religiosos, en conflicto con los valores de la sociedad europea.
El ministro de Justicia, Francisco Caamaño, anunció ayer que la futura ley de Libertad Religiosa establecerá límites en el uso del burka en los espacios públicos. El anuncio ha estado precedido por las últimas decisiones de diversos regidores de Catalunya sobre esa prenda o la reciente polémica suscitada por la decisión de una niña musulmana de acudir con el hiyab a un colegio de Pozuelo cuyo reglamento no lo permitía.
Estos episodios ponen de relieve la imposibilidad de permanecer al margen de un debate que se está produciendo también en otras sociedades europeas. Es cierto que el burka o el niqab, las prendas que tapan por completo a la mujer y que más rechazo suscitan, no están muy extendidas en nuestra sociedad. En cambio hay más posibilidades de que en España se planteen conflictos como el de Pozuelo, por el uso de un velo o un pañuelo.
El debate abierto por el uso de esas prendas en el espacio público se ha planteado a veces como un problema de religión y no como un problema de costumbres. No es la religión islámica la que establece el tipo de prenda, sino las tradiciones sociales del país de procedencia y, por tanto, hay legitimidad política para tratar de cambiar las costumbres, legitimidad que sería más discutible si se tratara de modificar las convicciones religiosas. Sin embargo, como ha señalado Jordi Moreras, profesor de la Universitat Rovira i Virgili y experto estudioso del fenómeno islámico en Europa, la extensión del velo integral es un indicador de la influencia de los discursos más rigoristas en la interpretación del islam.
El uso del burka o del niqab atenta contra la concepción occidental de la dignidad de la mujer y las autoridades tienen que buscar un punto de equilibrio entre el respeto a las decisiones individuales sobre el vestido y el esfuerzo por cambiar costumbres, que no preceptos religiosos, en conflicto con los valores de la sociedad europea.
La radicalidad en la interpretación religiosa de algunos musulmanes se traduce en la dificultad de integración de sus miembros en la sociedad en la que se encuentran y en la aparición de guetos. Los elementos más débiles de las familias, las mujeres y las hijas, sufren de manera particular esa marginación y ven limitadas sus relaciones sociales o incluso su escolarización cuando se condicionan estas a que se acepten determinadas formas de vestir, tanto si se trata del burka como de un simple pañuelo allá donde esa prenda –al igual que otras como gorras o capuchas– está prohibida por los reglamentos escolares.
Frente a esos planteamientos, los gobiernos deben buscar la integración de los emigrantes, entendida como la asunción de una parte de los valores democráticos y normas de convivencia de la sociedad receptora.
Florencio Domínguez, LA VANGUARDIA, 16/6/2010