JORGE BUSTOS-EL MUNDO
Siento por el votante potencial de Vox el respeto que me inspira mi padre, a quien todo debo. Pero mi oficio me ha llevado a lugares a los que el votante medio no puede llegar, tampoco mi padre. Allí no he descubierto grandes escándalos: solo la certeza anticipada de la melancolía. La inexorable decepción donde desembocará cada marca extrema que el mercado político oferta a los incautos de este tiempo airado que llega a confundir el evangelio con la xenofobia, y que exige de la política los héroes que solo concede la literatura y la clase de soluciones que solo promete la religión.
Santiago Abascal es un político profesional del PP damnificado por el marianismo que se sobrevivió al remunerado calor del regazo de Esperanza Aguirre. La eclosión de la derecha populista mundial le brindó la ocasión de reinventarse como novísimo campeador, por más que las huellas de su galope delatan la pertenencia a la casta contra la que ahora dice levantarse y en la que pronto se arrellanará de nuevo. La estrategia para romper el mercado la facilitó Pablo Iglesias: lenguaje no convencional, culto al líder, pueblo acorralado frente a oligarquía globalista, enemigo exterior (los mercados, los inmigrantes), guerrilla digital, victimismo mediático combinado con señalamientos sicilianos y total desprecio a la ética de la responsabilidad del reformador en favor de la ética de la convicción del timonel. Pero lo que mejor identifica a Podemox, o a Voxemos, es su trol, que llama puta al periodista sin reparar en que tal atribución la hace un putero: alguien que te usa cuando le apetece y que te pega cuando dejas de complacerle.
El voto radical se parece a unas gafas de sol horteras que seducen tan rápido como cansan. Cuando el mesías de ayer languidezca en un escaño, su impresionable partidario ya se estará fijando en ese prometedor concursante que acaba de montar una sigla más incorrecta todavía. Es la crueldad del mercado, que se añade a la maldición del jefe populista: no estar jamás a la altura de su arquetipo. Iglesias pasó del piso de Vallecas a la villa de Galapagar, y lo probable es que Abascal termine en Rosa Díez con barba. Empezó la campaña a caballo, vendiendo virilidad, pero no hay producto menos viril que el populismo, pues trabaja con la victimización de un grupo: también el de los españoles heterosexuales blancos. Un líder viril no achaca a Soros ni a los moros de los males de la patria: se responsabiliza de los más débiles, trata de que se valgan por sí mismos y se culpa cuando no puede protegerlos. El liberalismo ideó la nación para que sirviera a la igualdad de los hombres; el nacionalpopulismo pone a los hombres a servir a su idea de nación. Claro que en esta vida cada cual se engaña como puede. Para eso se inventaron los libros de caballería.