IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El perfil poliédrico de Kissinger no admite juicios unívocos, salvo el de su excepcional trascendencia en el último siglo

La vida de Henry Kissinger fue un alegato contra el maniqueísmo, una refutación de la tendencia humana a colocar etiquetas y definir a las personas con veredictos unívocos. Fue a la vez bueno y malo, empático y desagradable, perspicaz y obtuso, generoso y mezquino. Su descomunal inteligencia abrió caminos de paz y de guerra, inspiró luminosos saltos históricos y sombríos episodios conspirativos y lo convirtió en una de las figuras más trascendentes del último siglo. Asesoró a doce presidentes de Estados Unidos (su nacimiento en Alemania le impidió tratar de serlo él mismo) y a todos les prestó grandes servicios a la vez que los metía en formidables líos. Ganó el Nobel de la Paz y dejó en medio mundo fama de asesino. Eficaz como aliado y letal como enemigo, durante siete décadas gestionó tantas alianzas y provocó tantos conflictos que no hubo zona del planeta en cuyo destino no dejase la impronta de su formidable instinto político.

Su sombra se proyecta sobre todos los grandes procesos internacionales del mundo moderno. Negoció el alto el fuego de Vietnam tras convencer a Nixon de que incrementase los bombardeos. Aconsejó la invasión de Camboya y el acercamiento a China para debilitar a los soviéticos; medió entre Israel y Egipto durante la contienda del Yom Kippur, promovió golpes militares en Hispanoamérica bajo la implacable doctrina –neomonroviana– del ‘patio trasero’. Apoyó la transición democrática en España; intrigó en Rodhesia, en Timor, en Grecia, en Angola, en Siria, en Irak, en el Sáhara. Utilizó sus excepcionales dotes diplomáticas para extender el comercio de la industria americana de armas. Dirigió la Guerra Fría con una mezcla de visión estratégica de largo alcance y crueldad pragmática. Como un Metternich contemporáneo, cambió fronteras, redactó tratados y rediseñó mapas, sobreviviendo a decenas de acechanzas, confabulaciones y trampas. Incluso logró, estando tan cerca del Despacho Oval, que el escándalo Watergate no le rozara.

Un perfil de esa complejidad no admite juicios excluyentes o limitados. Ha vivido cien años y deja tantas víctimas como beneficiarios. Muchos de sus planes triunfaron al comienzo para devenir luego en graves fracasos, pero lo que de ningún modo se puede discutir es la naturaleza extraordinaria de su liderazgo. Para unos, el de un monstruo despiadado; para otros, el de un genio visionario. Para todos, el de un hombre con un concepto del poder como ´ultima ratio´ capaz de justificar cualquier acción útil para reforzar la hegemonía del Estado. Sólo la técnica del claroscuro puede ayudar, y no siempre, a retratar un talento tan desprovisto de carisma como equipado de un temple especial para resultar influyente. Más inexplicable parece a simple vista el magnetismo que ejercía ante las mujeres, su contrastada reputación de seductor en serie. Quizá fuera ése el más secreto de sus poderes.