Ignacio Camacho-ABC
El proyecto de control de la Justicia tiene un cabo suelto: requiere mayoría cualificada en el Senado y el Congreso
Cuando Pedro Sánchez no quiere pactar con alguien es bastante más generoso que cuando lo desea. A Podemos, que le quitaba el sueño y tal, le entregó cinco carteras, le aceptó la mitad de su programa y le regaló en el lote un giro de 180 grados en la política sobre Venezuela. A Bildu -«si quiere se lo digo cinco o veinte veces: no pactaremos»- le ha regalado alcaldías navarras y promesas subrepticias de alivio penitenciario a los reclusos de ETA. A los separatistas catalanes -«no es no y nunca es nunca»-, libertad condicional, una reforma del Código Penal y una mesa bajo la que humillarse a petición de Junqueras. Al PNV, el habitual manojo de transferencias. Al BNG, diversos
planes de infraestructuras y apoyo a la industria naval gallega. Hasta a Teruel Existe le ha concedido unas cuantas carreteras. Para todos sus socios de investidura ha tenido atenciones, detalles y prebendas. Y al PP, al que necesita para renovar el poder judicial, el Tribunal Constitucional, el de Cuentas y otros órganos en los que no basta una mayoría escueta, le pide apoyo gratis y sin condiciones previas, y le obsequia con la habitual colección de improperios sobre el obstruccionismo irresponsable de la derecha, el mal perder, el bloqueo institucional y el consabido etcétera. Para ese desenlace cantado no hacía falta una reunión de hora y media en la que lo único que interesaba al Gobierno era la escenificación de la desavenencia.
Ahora sólo queda saber a qué está dispuesta la sedicente «coalición de progreso» para someter la cúpula de la Administración de Justicia a su criterio. El control de las togas resulta esencial en el proyecto de creación de un marco legal nuevo, pero la estrategia de ocupación tiene un cabo suelto: la elección de los miembros del CGPJ y del TC requiere amplio consenso, en concreto de tres quintos del Senado y del Congreso. Es decir, que pasa por el Partido Popular sin más remedio, y Casado no puede ceder en este aspecto porque se trata del último dique contra un cambio constitucional encubierto. La cuestión es si el Ejecutivo y sus aliados se atreverán a forzar, como ya están sugiriendo en voz baja, una modificación de las leyes orgánicas que desarrollan el mandato de la Carta Magna, para lo que sí cuentan con suficiente fuerza parlamentaria. Sería una especie de allanamiento de la división de poderes, una escabrosa acometida contra los mecanismos de la balanza democrática, un atajo autoritario en la más pura tradición bolivariana. Pero no muy distinta de la desvergonzada rebaja penal que está ya en marcha para licuar la sentencia sobre la insurrección catalana. Si algo ha demostrado el sanchismo es su actitud desprejuiciada para retorcer las normas y servirlas a la carta. Y por eso la clave de esta legislatura está en la resistencia de las instituciones a la amenaza de convertirlas en el atrezo de una autocracia práctica.