Francisco Rosell-El Debate
  • En consecuencia, no hay que preguntarse porque, desde la llegada de «Atila» Sánchez, España parece sufrir las diez plagas de Egipto, sino porque se permite que estos saqueadores se valgan de la fuerza legal para adueñarse de la riqueza de quienes le otorgaron un poder malversado

En su Manual de Resistencia, Pedro Sánchez refiere el día en que cogió un taxi y el chofer le espetó: «¿Es usted quién es?». Al contestarle «soy quien soy», el taxista le indicó, según «Noverdad» Sánchez, que, «en los medios de comunicación, parece usted Atila, pero no haga caso. Siga, siga usted como ahora que estamos todos muy contentos, aguante usted…». Al margen de cuál sea hoy la opinión de aquel taxista real o figurado, su alusión al rey de los hunos se ha revelado premonitoria con quien ahora sobrevuela España en Falcon para que no le suelten una fresca. Como la que hace dos años le endilgó, tras perderlo todo en el incendio de la Sierra de la Culebra, un zamorano: «¿Arreglarlo tú?», mientras otro paisano le instó a seguir chamuscando el bosque anejo con sus políticas verdes que tiñen de negro un campo en llamas.

Si aquel caudillo bárbaro presumía de que la hierba no crecería donde plantara los cascos su caballo Othar, Sánchez hace lo propio mientras traza cortinas de humo que le franqueen huir de la quema. Con esa «fatxendería», de la que habla Josep Pla en La vida de Manolo –su biografía del escultor novecentista catalán Hugué–, de jugador de cartas marcadas y dados cargados. En este sentido, el «cambio climático» le sirve para enmascarar el abandono del medio rural y la falta de políticas medioambientales atinadas, así como auspiciar ingenierías sociales –no agrónomas– que depauperan y hace más dependiente al ciudadano, como prefiguran las novelas distópicas de la escritora norteamericana Ayn Rand, autora de El manantial y La rebelión de Atlas. «La gente decía –señala su personaje de Francisco D´Ancona– que era el invierno más crudo jamás registrado y que nadie podía ser culpado por la extraordinaria copiosidad de la nieve. Preferían no recordar que había habido una época en la que las tormentas no detenían los trenes ni dejaban un reguero de cadáveres (..) Si aceptamos en silencio el castigo por nuestras virtudes, ¿qué tipo de bien esperábamos que triunfase en el mundo?».

No es casualidad que la agitación apocalíptica del cambio climático de altos vuelos de Falcon de Sánchez se acompañe por la apología de la pobreza por una izquierda milenarista que, desde sus dachas bien acondicionadas, fingen ser los nuevos estilitas del siglo XXI. Como Muñoz Molina emulando de boquilla a aquel Simón del que se decía que vivió varias décadas en lo alto de una columna. En su maltusianismo caviar, el premio Príncipe de Asturias sermonea la pobreza como modus vivendi porque «este mundo no puede durar», al basarse «en el crecimiento permanente y ser los recursos muy limitados».

A una nación que ha sostenido su nivel de vida y de bienestar en el esfuerzo y el trabajo ahora se le encomienda que haga suya la consigna de la dictadura comunista china –la nueva Ítaca sanchista– de «no tendrás nada y serás feliz» («debiéndonoslo todo», convendría añadir). Aquel al que Aznar designó director del Instituto Cervantes de Nueva York para que oreara su novelística con nuevos paisajes lía la desdeñable pobreza con la plausible austeridad al arriesgar el favor sanchista. Desdiciéndose de sí mismo, niega a las generaciones venideras la vida que sus padres, a base de sacrificios, le posibilitaron a él con esa supremacía moral –en realidad, doblez– de la izquierda, cuyos robos y lenocinios no merman los recios principios del escritor.

En suma, estos milenaristas condenan a los mileuristas de hoy al precariado frente a la clase trabajadora que sí podía disponer de vivienda digna. Como ha sintetizado el economista serboestadounidense Branko Milanovic, los partidarios del decrecimiento sólo tienen dos caminos: defender las cartillas de racionamiento o promover el ascetismo, aunque rodeen esa cruda verdad floreándola con lemas como «sin explotación», «salario digno», «negocio ético», «autosuficiencia», «precio justo» para su nuevo Edén.

Pero, al igual que no cabe confundir valor y precio al modo machadiano, otro tanto pobreza y austeridad en la que el eurocomunista Enrico Berlinguer cifró el bienestar, pero de la de que no hablan los vividores del presupuesto. Ante una convención de perplejos intelectuales, en enero de 1977 en Roma, el secretario general del PCI predicó que «la política de austeridad, de severidad, de guerra al derroche, se ha convertido en una necesidad ineludible». A su juicio, «una política de austeridad no es una nivelación hacia la indigencia», sino la instauración de la justicia, la eficacia, el orden y una moralidad nueva.

Por eso, con el trampantojo del cambio climático y del decrecentismo, los comisionados/comisionistas de la Agenda 2030 agravan las dolencias de una España a la que tratan de convertir en una comunidad de creyentes de nuevas religiones que estigmatizan a los agnósticos y declaran infieles a los «negacionistas». Siempre en función de supuestos consensos científicos –como en el Covid, la Dana, el Gran Apagón y ahora los incendios– e informes de expertos inexistentes.

Así preservan sus negocios estos Atilas vestidos de pobres filántropos. Como confiesa el cínico doctor Ferris al industrial Rearden en La Rebelión de Atlas, «un Gobierno declara tantas cosas delito que resulta imposible que los hombres vivan sin violar las leyes. (…) Aprueba leyes que no pueden ser implementadas e interpretadas efectivamente, y creas una nación de infractores de la ley de los que luego te aprovechas de su sentimiento de culpa.»

En consecuencia, no hay que preguntarse porque, desde la llegada de «Atila» Sánchez, España parece sufrir las diez plagas de Egipto, sino porque se permite que estos saqueadores se valgan de la fuerza legal para adueñarse de la riqueza de quienes le otorgaron un poder malversado. Pero ese botín, como se constata en la España sanchista, resulta un imán para otros salteadores venciendo siempre el más despiadado. «Cuando la fuerza es la norma, el asesino –concluye Ayn Radn– triunfa sobre el ratero. Y entonces la sociedad se deshace, envuelta en ruinas y carnicerías.». Y esa es la madre del cordero que encierra el cambio climático y el decrecentismo con su ataque a la libertad y al bienestar ciudadanos.