GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA-EL CORREO

  • Sesenta años después, la abadía en la que ETA celebró su I Asamblea y amenazó con expulsar a los «extraños al país» será hogar de inmigrantes y refugiados

En el otoño de 1959, ETA inauguró su historia poniendo bombas en el periódico ‘Alerta’ (Santander), el Gobierno Civil de Vitoria y la Jefatura de Policía de Bilbao. Nadie las reivindicó. El 18 de julio de 1961 sus activistas quemaron un par de banderas españolas en San Sebastián y sabotearon la vía para hacer descarrilar un tren de excombatientes guipuzcoanos que iban a la ciudad a conmemorar el 25º aniversario del ‘Alzamiento Nacional’. Solo provocaron molestias: el importe de los daños materiales ascendió a 671,04 pesetas. Además, el incidente permitió a las autoridades descubrir la existencia de ETA. Se arrestó a una treintena de sus integrantes, siete de los cuales fueron condenados a penas de cárcel.

Se trató de un duro golpe para el grupúsculo, que al año siguiente intentó reagrupar a su escasa militancia -una parte de la cual había huido a Francia-, restablecer una infraestructura mínima y unificar criterios ideológicos. En mayo de 1962 unos 14 delegados se reunieron en el monasterio benedictino de Belloc (Urt, País Vasco francés) para celebrar la I Asamblea y redactar los principios de ETA, que quedó definida como «un movimiento revolucionario vasco de liberación nacional, creado en la resistencia patriótica e independiente de todo otro partido, organización u organismo».

Su horizonte era la independencia de Euskadi, que se anexionaría Navarra y el País Vasco francés. El futuro estado debía ser democrático, aconfesional y monolingüe en euskera. Se protegerían los derechos humanos, «siempre que estos no vengan a constituir un instrumento, bien sea destinado a atentar contra la soberanía de Euzkadi, a implantar en ella un régimen dictatorial (sea fascista o comunista) o a servir los intereses de grupo o clase (político, religioso, social o económico), vasco o extranjero». Pese a su «repulsa del racismo», el documento advertía a «los elementos extraños al país», o sea, a los inmigrantes procedentes del resto de España, de que serían segregados o expulsados si se posicionaban «contra los intereses nacionales de Euzkadi»; es decir, si no se convertían en abertzales.

Llama la atención el ambiguo tratamiento que recibía la violencia. De acuerdo con los principios, «se deberán emplear los medios más adecuados que cada circunstancia histórica dicte». La experiencia de la caída del año anterior pesaba demasiado. Como recordaba Juan José Etxabe, «llegamos a la conclusión de que habíamos querido correr antes de aprender a andar, que aún no estábamos preparados para hacer acciones y escapar a la represión de la Policía».

Por un tiempo los etarras se conformaron con la propaganda y los grafitis. Como reconoció otro de sus lideres, José Luis Zalbide, hubo una «insistencia en llenar paredes con las siglas ETA», pero «eran muy pocos los que sabían siquiera que las siglas ETA correspondían a una organización política clandestina». A lo sumo, en la calle se murmuraba que los de ETA eran «esos que pintan paredes». A decir de Xabier Zumalde, «la gente miraba con indiferencia o simplemente no miraba (las pintadas). Algún espabilado solía comentar: «Será otra marca comercial… ¿Qué venderán estos?».

Hubo un hombre lo suficientemente lúcido como para darse cuenta de qué vendían estos: mercancía averiada. En 1962, el mismo año en el que los etarras reunidos en Belloc se imaginaban a sí mismos como héroes libertadores, el veterano dirigente del PNV Manuel de Irujo denunció que «en el ánimo de nuestra juventud ha hecho impacto la idea de que sin violencia no haremos nada serio en orden a la adquisición de nuestra libertad». Sin embargo, los jeltzales «nos opondremos hasta donde lleguen nuestras fuerzas a la violencia inútil y sectaria de unos irresponsables que, aunque sean patriotas excelentes, carezcan de la autoridad precisa». En palabras de Irujo, «ETA es un cáncer que, si no lo extirpamos, alcanzará todo nuestro cuerpo político». Después de 853 víctimas mortales y 2.632 heridos, es evidente que tenía razón.

El convento en el que hace 60 años ETA celebró su I Asamblea podría haberse transformado en un necrótico lugar de memoria para los nostálgicos de la banda. Por suerte, no ha sido así. Fundada en 1874, la abadía de Belloc se va a secularizar a mediados de este año: el edificio que abandonarán los pocos monjes que quedan será utilizado por Habitat et Humanisme, una ONG que facilita el acceso a una vivienda digna a las personas de escasos recursos.

Resulta alentador saber que el monasterio dentro del que los etarras escribieron un texto en el que se amenazaba con la expulsión a «los elementos extraños al país» va a servir de hogar a inmigrantes y refugiados. Ojalá todas las heridas que ha causado ETA cicatricen así.