Antonio Elorza-El Correo

  • ¿De qué sirve una institución que no logra ir más allá de proclamar buenas intenciones, sobre la guerra, el racismo o la inmigración?

Los tres últimos pontificados no alcanzaron los objetivos perseguidos por sus respectivos titulares, coincidentes por distintos medios en el propósito de revitalizar a la Iglesia católica, cosa de cuya necesidad los tres eran conscientes. La actualización emprendida por el Concilio Vaticano II no había sido profundizada, quedaban pendientes graves cuestiones que afectaban a la presencia de la Iglesia en la sociedad y también al dogma, sobre un telón de fondo de retroceso del catolicismo como religión actuante en multitud de países.

Tratando de extrapolar su éxito como cardenal en la Polonia comunista, Juan Pablo II desarrolló una intensa labor, basada en la modernización mediática, para consolidar y expandir el catolicismo realmente existente. A continuación, el teólogo Ratzinger hizo lo que cabía esperar de él, después de su labor en la Congregación de la Fe y de su papel de guía en la elaboración del Catecismo de 1992: depurar la aplicación del dogma a las sociedades actuales, desde el desengaño ante la modernización impulsada por el Vaticano II. En fin, Francisco trató de dar un giro al ensimismamiento de la Iglesia, implicando su figura en el sentido de recuperación de las raíces sociales, como ‘Iglesia de los humildes’ y en el ecumenismo, y encarando de paso problemas de fondo -del papel de las mujeres en la Iglesia y de los homosexuales a la pedofilia-. aunque sin resolverlos.

El balance final de los tres ensayos no ha sido favorable, salvo en el alto índice de popularidad alcanzado por Francisco. El debate pasa entonces a centrarse en el quién es quién del próximo Papa, con las incógnitas reducidas a pronosticar su nacionalidad y si será ‘conservador’ o ‘progresista’. Y ante esa incertidumbre, abundan voces que ya no vienen del anticlericalismo tradicional y que cuestionan abiertamente el sentido de la Iglesia. ¿De qué sirve una institución que, en su presencia a nivel mundial, no logra ir más allá de proclamar buenas intenciones, sobre la guerra, el racismo o la inmigración? Y que sigue arrastrando componentes arcaizantes que determinan un funcionamiento siempre jerarquizado, absolutista en el vértice, incapaz en definitiva de resolver cuestiones básicas sobre su adecuación a las demandas del mundo actual, tanto en su organización como en su magisterio. Asistimos, pues, a un cansancio de la Iglesia y sobre la Iglesia.

Para responder, no hace falta ser creyente, ni entrar en debates filosóficos, y menos dogmáticos, como el reciente sobre la existencia del infierno. Basta con tener en cuenta la influencia, aun decreciente, que puede ejercer la Iglesia sobre cientos de millones de católicos y sobre todo la circunstancia menos recordada de lo que supone el cristianismo como concepción religiosa que de modo similar a algunos credos, como el budismo, y a diferencia de otros, que hoy ya incluirían al hinduismo de Modi, puede contribuir a una existencia más humana sobre la tierra. Al forjar una visión del hombre, para la cual la existencia de Dios no implica la supresión de su libertad y de su responsabilidad como individuo, con ello del sentimiento de igualdad y de una concepción fraterna y pacífica de las relaciones humanas. Puede contribuir, advertimos, porque ni históricamente la Iglesia católica ha atendido demasiadas veces a esa exigencia, ni es de excluir su frustración.

El debate silencioso entre el primer Francisco y su predecesor Ratzinger tocó ya el fondo de la cuestión, que además remonta sus orígenes al abierto hace cinco siglos entre Erasmo y Lutero, entre el cristianismo como religión de libertad, auxiliado por la gracia, y el predominio del pecado, fruto de la Caída, que sigue ahí como producto de la tenaz labor de Benedicto XVI.

Lo leíamos al borde del cónclave, el 4 de mayo, con la reproducción de una de sus homilías a modo de programa en ‘Aleteia’, órgano oficioso vaticano. El hombre está dominado por el pecado, siendo la Iglesia «una congregación de pecadores». Una visión radicalmente pesimista, de falso rigorismo, dado que al ser así las cosas, el creyente debe ver siempre en el sacerdote al instrumento de Dios por encima de sus pecados. Es lo que sirvió de eximente a la pedofilia. Además, un mundo solo de pecados invita a la huida.

Frente a la Caída, la Cruz, no solo «inmenso amor de Dios». En la Cruz tuvo lugar el sacrificio de Dios por el hombre, supuesto de la libertad de este. A partir de ahí, la fórmula de Erasmo en ‘De libero arbitrio’ marca el camino: con el auxilio de la gracia, para algo es creyente, el hombre puede elegir entre el bien y el mal. Pero esa libertad no es una barra libre, sino el supuesto de la responsabilidad y de la moral. La omnipotencia divina no puede servir de coartada para derivas criminales del creyente (y del sacerdote) ni para cerrar los ojos ante la exigencia de que la Iglesia responda a los retos que la sociedad actual le plantea. Retos, no solo palabras. Lo vio ya Juan XXIII.