VICENTE VALLÉS-El Confidencial
- Que a tres semanas de las elecciones no sepamos si se van a celebrar —mientras los hospitales se llenan de enfermos— es un capítulo más de la deriva caótica en la región
En junio de 2011, un helicóptero de los Mossos d’Esquadra recogió al presidente de la Generalitat Artur Mas, sobrevoló Barcelona y aterrizó en el parque de la Ciutadella, a las puertas del Parlamento de Cataluña. También se vieron obligados a utilizar ese inusual medio de transporte la presidenta del propio Parlamento, varios consejeros del Gobierno autonómico y un buen número de diputados. Todos ellos evitaron así ser agredidos por la turba que llevaba buena parte de la mañana insultando, empujando y atacando físicamente a todo diputado que pretendiera participar en el pleno parlamentario. Se necesitaron ocho viajes de helicóptero. Ocho.
Que a las elecciones se presente el ministro que gestiona la pandemia es solo un ingrediente más
Aquel fue el primero de una sucesión de episodios que han definido el carácter caótico de todo lo que pasa en Cataluña. Porque después se inició el viaje independentista a ninguna parte con elecciones plebiscitarias en 2012, primer referéndum ilegal el 9 de noviembre de 2014, otras elecciones plebiscitarias en 2015 que acabaron con Artur Mas y encumbraron a Puigdemont, segundo referéndum ilegal el 1 de octubre de 2017, proclamación de la república catalana, congelación de la proclamación pocos segundos después, fuga del proclamador, aplicación del 155, elecciones autonómicas convocadas por Rajoy en diciembre de 2017, ascenso al poder de Joaquim Torra, detención de los arquitectos del procés, festival de ilegalidades del nuevo ‘president’, juicio y condena a los sediciosos, semanas enteras de quema de contenedores, inhabilitación de Torra, interinidad del Gobierno autonómico sin presidente, convocatoria electoral para el 14 de febrero, aplazamiento posterior hasta el 30 de mayo, suspensión cautelar de ese aplazamiento por decisión judicial… Y en este plan.
Que a esas elecciones se presente como candidato el ministro que gestiona la pandemia, y que lo haga en medio de los peores datos desde que empezó esta crisis sanitaria, es solo un ingrediente más de esta apabullante sucesión de acontecimientos. Que ese ministro pretenda hasta el penúltimo minuto hacer compatibles la candidatura y su función como miembro del Gobierno es algo que puede estar cargado de lógica electoralista, pero queda lejos de las buenas maneras que en tiempos pasados se conocían como ‘normas de urbanidad’ políticas. Y que ese ministro-candidato sea, precisamente, quien se niegue a permitir a las comunidades autónomas aplicar restricciones suplementarias es solo un capítulo que añade elementos sospechosos a quien desee encontrar tres pies a un gato que debería tener cuatro. Más desbarajuste.
Y al desbarajuste se abandona con pasión el Gobierno autonómico catalán cuando suspende las elecciones con métodos que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) considera —al menos, cautelarmente— inadecuados, si no ilegales. Lo hace cuando crece la incidencia del virus, lo que justificaría por motivos de salud pública —que no política— el aplazamiento pretendido por los partidos independentistas, Ciudadanos y PP. Lo hace, también, cuando parece acrecentarse el «efecto Illa», lo que lleva a los socialistas a desear que los catalanes voten hoy mejor que mañana, por si más tarde se les pudiera pasar el arroz que, según el CIS, ahora está en su punto.
Que el TSJC paralice de forma provisional la suspensión del 14-F entra dentro de los procedimientos habituales en un Estado de derecho. Que para adoptar la decisión definitiva el tribunal se conceda a sí mismo un plazo que acaba el 8 de febrero, en mitad de la previsible campaña electoral, roza la temeridad. Los jueces son —y deben ser— soberanos e independientes, pero no pueden considerarse a sí mismos una burbuja aislada en el universo, fuera de la cual nada de lo que ocurra los afecte ni les haga acelerar sus decisiones cuando es razonable hacerlo. Porque, si finalmente el TSJC apurara sus propios márgenes temporales hasta el día 8 y decidiera que no haya elecciones el día 14, miles de catalanes podrían haber votado ya por correo y su voto habría que quemarlo. Y toda la maquinaria electoral de la comunidad autónoma y de los partidos políticos estaría en marcha, con los gastos inútiles de dinero público que eso supondría.
Si, por el contrario, la decisión judicial es que se vote el 14-F, otros miles de catalanes podrían no acudir a votar por miedo al contagio. Y quizá algunos componentes de las mesas electorales se negarían a estar un día entero en un lugar cerrado en el que no parará de pasar gente, con el evidente riesgo para su salud que eso pudiera suponer.
Que a tres semanas de las elecciones no sepamos si se van a celebrar —mientras los hospitales se llenan de enfermos— es un capítulo más, aunque especialmente representativo y doloroso, de la deriva caótica en la que Cataluña se ha sumido desde que el nacionalismo colaboracionista convergente burgués decidió convertirse en un independentismo rupturista antisistema, pretendiendo seguir siendo burgués pero uniendo su suerte a los extremistas incontrolados que, por definición, son incontrolables. Cría cuervos.
Ahora, todo es barullo y desolación, no existen las certezas, se multiplican las sospechas y se acumulan las artimañas. Sería grotesco si no viviéramos en medio de una tragedia.