Rubén Amón-El Confidencial
- El halo del poder y de la belleza protege al presidente de sus fechorías, cada vez más graves y descriptivas del erial institucional en que nos encontramos, más allá de la gravedad con que estimula la polarización y el populismo
Un hombre tan guapo como Pedro Sánchez no puede ser tan perverso como demuestran sus fechorías. Piensa lo mismo la opinión pública de Eva Kaili, la eurodiputada griega que hizo salivar a los jeques del Golfo con sus ojos de medusa. Una mujer tan hermosa no puede incurrir en tales corruptelas. Ni siquiera cuando la policía encontró un millón y medio en el altillo de su apartamento. La khalesi griega ahorraba el dinero en las medias. Sus labios exigen inocencia. Interpelan la impunidad de la belleza.
Y a Sánchez le sucede lo mismo al frente de la demolición del sistema. Impresionan sus dotes actorales y su reputación de tío bueno. El narcisismo que cultiva en el espejo identifica la elevada noción que tiene de sí mismo. Y la indulgencia con que lo observan sus groupies y rapsodas.
Más guapo era todavía Paul Newman en El juez de la horca (John Houston). Y la belleza del actor tanto encubría sus barbaridades como justificaba la tentación de simpatizar con ellas. Empezando por la modalidad sanchista con que concebía el derecho: «Conozco muy bien las leyes porque las he violado todas», apostilla el personaje del magistrado Roy Bean.
Un hombre tan guapo como Sánchez sería incapaz de quebrantar la separación de poderes. Y nunca abusaría de la polarización ni del populismo. Ni cultivaría el cainismo desde la sede de la Moncloa. Tampoco la bella Kaili sería capaz de corromper la reputación de Europa.
De acuerdo. No se puede comparar a una presunta delincuente con un jefe de Gobierno legítimo e inocente, si no fuera porque la manera con que Sánchez sortea la complicidad en los delitos consiste en extirparlos del Código Penal. La delincuencia de Sánchez es institucional. Promueve el antisistema desde el sistema. Y asume como propio el discurso extremista de sus camaradas radicales. La derecha judicial. El complot. El golpismo. Y la suerte que tenemos cada vez que él mismo se ofrece como garante de la democracia, igual que hace el juez Bean en la película de Houston.
La delincuencia de Sánchez es institucional. Promueve el antisistema desde el sistema
El constructo del golpe es una operación tan obscena como disuasoria. Sánchez la utiliza para sustraerse al escándalo de la reforma del Código Penal. Y no le importa socavar la credibilidad de la democracia. Ni eludir la responsabilidad de quien está obligado a velar por la concordia.
Tendría que desempeñarse como el presidente de todos, pero se ha convertido en el patriarca de los suyos, hasta el extremo de tergiversar la historia y de atribuir a la familia socialista la paternidad de la Constitución, cuando solo había un miembro del PSOE entre los siete relatores. ¿Mentiroso o ignorante? Son posibilidades compatibles, complementarias. Y descriptivas de la temeridad de un líder cuya medida de narcisismo se la concede la pregunta que él mismo se hace cada mañana delante del espejito mágico: ¿quién es el presidente más guapo del reino?
La sociedad no se divide tanto en malos y buenos, en ricos y pobres, en listos y tontos, como en feos y guapos. No digamos si los guapos son jóvenes. Como Amanda Knox, estudiante americana que desguazó a puñaladas a una compañera de Erasmus en Perugia, pero absuelta de inmediato entre los medios informativos de su país porque un rostro angelical como el suyo no podía haber urdido semejante crimen.
La sociedad no se divide tanto en malos y buenos, en ricos y pobres, en listos y tontos, como en feos y guapos
Es el contexto exculpatorio en el que tiene sentido acordarse de Jeremy Meeks, calificado en los abrevaderos sociales como el criminal más sexy de EEUU. Tan sexy que una importante agencia de modelos lo ha puesto a circular en las pasarelas para deslumbrar al personal con sus ojos verdes.
No podía ser tan malo un hombre tan guapo. Se convencieron de ello las admiradoras de Meeks, hasta el extremo de sufragarle el millón de dólares que requería su fianza. Y de reconocerle el llamado efecto halo, es decir, la simpatía y fascinación que nos procura un rostro hermoso en la identificación de la estética y de la ética. Lo tiene escrito Carlos Chaguaceda en un ensayo muy interesante, El mono feliz, cuya línea editorial alude al magnetismo de los guapérrimos y a la inmunidad que disfrutan en la sociedad.
Se me ocurre el caso remoto de John F. Kennedy y el contemporáneo de Justin Trudeau. No existe personalidad política que haya logrado establecer una mejor correlación entre el aspecto apolíneo y la credibilidad. Con más razón cuando entra en juego el liderazgo. Y la telegenia. Argumentos ambos que han convertido a Emmanuel Macron en dios del Elíseo. Joven y guapo. O sea, la contrafigura de Hollande, con su carcasa de hombre cualquiera.
Se llama capital sexual. No en sentido reproductivo, sino como una facultad para competir en la sociedad. Equivalente al estatus, al dinero, a la cultura. El capital sexual sería un arma de seducción, de progreso social. Y ningún ámbito más propicio para desarrollarla que la política, precisamente porque el poder, como decía Henry Kissinger, es el afrodisiaco absoluto.
Lo sabe Sánchez en su impostura de galán castigador. Y en la buena reputación que se le concede en ultramar porque no lo conocen. Y en el carisma que le trabajan sus rapsodas, fascinados también ellos con las muecas y gestos del presidente geyperman. Que lo mismo finge una lágrima en una fosa de la Guerra Civil como le guiña el ojo a una periodista.