Víctor Núñez-El Español
  • Después de tanto denodado empeño por negar la excepcionalidad española, estampas como las de la fontanera y Aldama nos hablan de la necesidad de reconciliarnos con nuestra idiosincrásica hispanibundia.

Es un arquetipo de la literatura universal que la ambición desmedida nunca queda sin castigo. Y sólo cabe ver en la torrentera de crisis y escándalos que está arrollando al Gobierno un reflujo penitencial de todo un tiempo político timbrado por la marca de la transgresión.

En estos minutos de la basura de la legislatura, emerge a la superficie todo el rastro de excrecencias que ha dejado tras de sí la banda del Peugeot, dedicada durante la última década a encenagar las aguas de la política española.

Que el que fuera bautizado como «Gobierno bonito» esté agonizando entre este carnaval dionisíaco de personajes marrulleros y demenciales como Leire DíezKoldo o Aldama no es más que el desenlace trágico del libreto del sanchismo. Y el entremés bufo de este miércoles, tras la comparecencia de la fontanera, en el que se han cruzado las distintas tramas, es el producto dramático de esta época disparatada.

La imagen de Aldama, arrebatado por el amargo desdoro de la traición, entrando en los terrenos de la fontanera, y estrellándose contra los brazos de Pérez Dolset como el toro que empuja en el peto del caballo, traen ecos de esa política indómita y despendolada de los noventa. De Ruiz Mateos, de Jesús Gil, de Julián Muñoz.

De ahí que sea sensato postular que el carrusel grotesco que ha copado los magacines y tertulias va más allá del bestiario de criaturas fenomenales liberadas por el tardosanchismo. Se trata de toda una reanudación de nuestra tradición del ruedo ibérico. De una reviviscencia de la España de los golfos, pícaros y truhanes que disipa definitivamente el espejismo de la homologación europea.

El llamado «problema de España» es a la postre el problema de las dos Españas. A causa de su relación problemática con la modernidad, nuestro país arrastra un secular desgarro entre una idea tradicional de España y una idea progresista, laica y europeizante.

El regeneracionismo decimonónico trató de decantar el diferendo hacia la europeización de España. Los modernizadores denostaron el orgulloso casticismo hispano, y recetaron como salida al atraso la armonización con la Europa liberal, ilustrada e industrializada.

La Transición fue la última intentona regeneracionista. Una recuperación del empeño por acompasar a España con la Europa de la Reforma, de la revolución científica, del Estado moderno.

Ahora que el ensueño renovador del Régimen del 78 se desmorona ante la recurrencia de la estructura clientelar y caciquil del turnismo, ¿no ha llegado quizás el momento de desembarazarnos de la manía comparatista, y abrazar sin complejos nuestra singularidad?

Después de tanto denodado empeño por negar la excepcionalidad española, estampas como las de la fontanera y Aldama nos hablan de la necesidad de reconciliarnos con nuestra idiosincrásica hispanibundia. De dejar de traicionarnos y asumir que los esquemas de civilidad foráneos en los que algunos quieren mirarse casan mal con el temperamento extremoso de la raza española, con su acerado sentido de la hidalguía, con su vehemente senequismo.

Lo nuestro es más el duelo a jamonazos que la institucionalización del pleito que requiere la democracia liberal. Enfrontilarse con torería poniendo la pata por delante antes que formular una interpelación parlamentaria o registrar una pregunta en una rueda de prensa.

Y acaso si hemos llegado a este punto de fallo multiorgánico sea por habernos hecho la violencia de pretender ser el país que no somos.

Para convencerse de ello, basta un sucinto vistazo al elenco de nuestra política de género chico en los últimos años.

El pequeño Nicolás infiltrándose, por las risas, en las altas esferas del poder.

Mariano Rajoy trastabilleando a su salida de una sobremesa generosamente regada en el reservado de un restaurante, mientras en el Congreso se votaba su destitución.

La concurrencia en las manifestaciones de Ferraz de las más variopintas e ignotas tribus ideológicas que moraban en los arrabales de la política española.

La divulgación de los escarceos turbulentos que mantuvo un Rey destronado con una vedette.

Un pregonero improvisado anunciando desde una ventana a los postulantes la suspensión de los exámenes de las oposiciones de RTVE.

Carles Puigdemont surgiendo de la nada en Barcelona, cruzándose con un tipo tatuado sin camiseta que salía en ese momento de un bajo del Raval, para luego esfumarse disfrazado entre el gentío.

Y tantas otras estampas inenarrables que constatan que la España mágica, la Iberia mítica, sigue viviendo entre nosotros, y tenemos que quererla.