IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Feijóo ha entendido y aceptado algo que a Casado lo desestabilizaba: que no tendrá otra oportunidad de hacer diana

De todas las interpretaciones y glosas formuladas en el aniversario de la crisis que acabó con Pablo Casado, la de Aznar es la más concluyente porque resume el asunto en términos bien claros. Tuvo su oportunidad y la perdió, así de sencillo. En vez de aprovechar el arrollador triunfo de Ayuso en 2021 para consolidar las expectativas ascendentes del partido dio en la ocurrencia celotípica de enfrentarse a su mejor activo, que a esas alturas se había convertido en un icono popular, un verdadero fenómeno político. Carlos Herrera recordaba ayer la estupefaciente entrevista en la que el joven líder arruinó su destino: un ejercicio de autodestrucción, un harakiri en directo donde cada palabra, cada frase lo aproximaba más al abismo. Rara vez se ha visto en la vida pública contemporánea un paso tan mal medido, un error tan flagrante de cálculo y de instinto, una convicción tan desacertada en salir vivo de un salto al vacío.

La paradoja del lance es que aquel suicidio, que prometía una catástrofe, acabó resultando crucial en la consolidación de una derecha cuya fortaleza social carecía de dirección estratégica. El precipitado aterrizaje de Feijóo disipó muy rápido las dudas de un electorado hasta entonces renuente a confiar en su candidato. Casado había heredado un PP en estado de shock tras un desalojo traumático y lo recompuso con meritorio trabajo, pero sus votantes y parte de sus cuadros lo veían inseguro, errabundo, sin madurez para el liderazgo. Su sustituto no parecía -ni parece- la clase de tipo que inspira oleadas de entusiasmo pero la organización necesitaba aplomo, cuajo, además de una inyección de ánimo. Y suerte, que a veces consiste sólo en llegar en el momento adecuado, en este caso el del declive ya nítido del Gobierno y el desplome de Ciudadanos. El resto lo hace ese automatismo sectario que cohesiona a los partidos en torno al reparto de cargos.

Feijóo ha entendido y aceptado algo que a su antecesor lo desestabilizaba: la certeza de que sólo dispone de una bala y por tanto de una ocasión para hacer diana. Su mandato está condicionado por esa circunstancia, una alternativa a cara cruz, de éxito o nada. Con 61 años y cuatro mayorías consecutivas su carrera está colmada, y es consciente de que tendrá que marcharse si no gana y de que ése será el menor de los problemas ante lo que puede pasar en (y con) España. No tiene que competir con Ayuso ni con Moreno ni con nadie que albergue ambiciones a la larga, de modo que tampoco necesita vigilar su espalda; el cartero no llamará dos veces con la misma carta. Los populares están ahora unidos en una especie de pacto de dirigentes territoriales con mucho poder que conquistar por delante y siete millones de ciudadanos esperanzados en que no les fallen. No tanto porque su programa les apasione como porque les resulta insoportable pensar en otros cuatro años de Sánchez.