Ignacio Varela.El Confidencial
- Lo que nació como una sindicación temporal de intereses para atravesar una legislatura se ha transformado en un compromiso estructural con la pretensión de perdurar largamente
Es una suerte para los corifeos del sanchismo que Oriol Junqueras, amigo para siempre, no fuera condenado por atropellar a un viandante o por evadir impuestos. En ese caso, el jefe del Gobierno Progresista habría sentido la necesidad imperiosa de suprimir del Código Penal el delito de homicidio imprudente en casos de conducción temeraria o de revisar a la baja los delitos fiscales en función del uso que el delincuente diera a las cantidades defraudadas a Hacienda.
Oiríamos explicar a la inefable ministra Montero que, obviamente, no puede tratarse igual a quien estafa al fisco por una causa noble que a quien se lo gasta en farras. Igual que la prolífica creatividad jurídica de la factoría Bolaños ha sido capaz de alumbrar la figura del malversador bondadoso, es seguro que emergería la del defraudador altruista o, en su caso, la del conductor desprevenido, incluso engañado por algún alevoso transeúnte de la derecha para colgarle el mochuelo.
El modus operandi de este Gobierno benefactor responde siempre al mismo orden: primero se mira la matrícula del sujeto, luego se actúa en consecuencia y, finalmente, se construye el argumentario. La actitud de Sánchez y sus prosélitos hacia ERC ha pasado por todas las fases del cortejo. Hasta la llegada al poder en 2018, se le contemplaba como un adversario peligroso. Eran los tiempos en que se jaleaba el 155, se prometía el cumplimiento íntegro de las penas para los insurrectos del 17 y se reclamaba el endurecimiento del delito de rebelión.
Cuando prestaron por primera vez sus votos para entregar el poder a Sánchez, se entró en la fase del coqueteo. No obstante, durante aquel primer periodo del Gobierno monocolor de los 83 diputados, Sánchez no dejó de afirmar que aquel había sido un polvo de una sola noche, sin ninguna clase de compromiso añadido; lo que pareció confirmarse cuando Junqueras ordenó tumbar los presupuestos y suministrar al presidente el pretexto para hacer lo que deseaba hacer, convocar unas elecciones de las que esperaba salir con un mínimo de 140 diputados.
Cuando ERC contribuyó con su decisiva aportación a la investidura de Sánchez, las relaciones entraron en la fase del noviazgo formal y comenzó el intercambio de obsequios, acompañados de eventuales cornamentas recíprocas a modo de advertencia. Por un lado, el Gobierno colaboró, incluso desde antes de la sentencia del Supremo, para aliviar en todo lo posible el impacto punitivo de las condenas. Por otro, ERC en el Congreso ensayó votaciones de castigo que pusieran a Sánchez al límite de la derrota (por ejemplo, en los estados de alarma), pero acudió siempre en su socorro en los momentos cruciales (por ejemplo, los sucesivos presupuestos). En esa época, Iglesias tuvo que ejercer frecuentemente el celestinaje para mantener compacto el llamado bloque de poder.
El idilio progresó sustancialmente cuando Sánchez entregó los indultos y ERC conquistó al fin la presidencia de la Generalitat, contando además con un partido de la oposición tan confortable como el PSC, nada que ver con la arisca Arrimadas.
Sánchez sabe que su única posibilidad material de seguir en el poder pasa por atarse con carácter permanente a sus actuales aliados
Ahora el noviazgo ha devenido en boda. En las capitulaciones matrimoniales, Junqueras escribió dos palabras: amnistía y referéndum. Sánchez, además de precisar que ese pago se efectuaría en cómodos plazos compatibles con las exigencias del calendario electoral, exigió a cambio una sola cosa: adhesión inquebrantable a sus investiduras, presupuestos y leyes fundamentales. Además, la ruptura del independentismo generó una situación de dependencia recíproca: tanto necesita Sánchez a Junqueras para mandar en Madrid como Aragonès a Illa para hacerlo en Cataluña. En cuanto a la alcaldía de Barcelona, el pacto implícito es que ambos respetarán al que tenga un voto más que el otro, previo sacrificio concertado de la universalmente detestada Colau.
La evolución desfavorable de las expectativas electorales ha transformado la naturaleza de la relación de Sánchez con sus aliados. Lo que nació como una sindicación temporal de intereses para atravesar una legislatura se ha transformado en un compromiso estructural con la pretensión de perdurar largamente. Hoy, Sánchez sabe que su única posibilidad material de seguir en el poder pasa por atarse con carácter permanente a sus actuales aliados. Todo gira sobre la apuesta de que el bloque compuesto por PSOE, Desunidas Podemos, ERC, Bildu y PNV consiga un escaño más que la suma de PP y Vox. Luego vendrá el forcejeo por las demás marcas territoriales, incluidas las nuevas que comparezcan con la etiqueta de la España Vacía.
El problema es que desde el instante en que el PSOE abandona la vocación de mayoría y liga su destino a un bloque político de esa naturaleza, su mayoría para gobernar durante más de una legislatura solo puede sostenerse asumiendo la voladura controlada del marco constitucional, que es la razón de existir de todos y cada uno de sus aliados.
Transformar el pacto de investidura de 2019 en un bloque estable de poder destinado a imposibilitar la alternancia no tiene como consecuencia la integración de los aliados en el espacio de la lealtad constitucional, sino la simbiosis del PSOE con el marco ideológico y semántico de sus cónyuges políticos. En el discurso de Barcelona, además de comprar íntegramente la doctrina populista de la “desjudicialización de la política” (consistente en afirmar que la acción de la Justicia jamás debe interponerse en el libre albedrío de los políticos), Sánchez se quedó a un milímetro de reconocer expresamente —lo hizo de modo implícito— que Junqueras y compañía siempre fueron presos políticos.
La operación amnistía que estos días se consuma en el Congreso contiene a la vez un borrado del pasado delictivo y un salvoconducto para el futuro. A partir de ahora, cualquier acto destituyente tendrá garantizada la impunidad siempre que no haya violencia física ni tumultos callejeros. Con el Código Penal así aseado, un émulo de Puigdemont que hiciera exactamente lo que él hizo no podría siquiera ser procesado. Si ello se acompaña de un tuneado concienzudo del Tribunal Constitucional, el resto del camino hasta el vaciamiento del orden constitucional vigente será coser y cantar. Que ello lo haga posible un partido con la misma sigla —¡ay!, solo con eso— del que más y mejor sostuvo la Constitución durante cuatro décadas, es un motivo adicional de amargura.
Queda pendiente la segunda fase, la operación referéndum. Observo una nada casual coincidencia en los discursos de los dirigentes de ERC y del PSOE/PSC que están en el secreto de las cosas: primero, eso se guarda como prenda para la próxima legislatura. Segundo, puede explorarse la posibilidad de vehicular la llamada “consulta pactada” a través de un nuevo Estatuto de Autonomía que la habilite de alguna forma. A la postre, es lo que Miquel Iceta viene defendiendo desde hace al menos una década. Lean a la luz de estas observaciones la excelente entrevista que Zarzalejos ha hecho a Salvador Illa y la encontrarán plagada de pistas.