Jesuús Cacho-Vozpópuli
José Penso de la Vega (1650-1692) descendía de una de las muchas familias de judíos españoles que tras ser expulsados por los Reyes Católicos y vivir en Portugal hasta que en 1536 tuvieron también que abandonarlo por culpa de la Inquisición, optaron por instalarse en Ámsterdam, una ciudad que bullía con los inicios del mercantilismo bursátil. Allí publicó su obra más original: “Confusión de confusiones. Diálogos curiosos entre un philosopho agudo, un mercader discreto y un accionista erudito. Describiendo el negocio de las acciones, su origen, su etimología, su realidad, su juego y su enredo. Compuesto por D. Iosseph de la Vega. En Amsterdam, año 1688”, en la que describe la vida bursátil de una ciudad poblada por mercaderes, burgueses dispuestos a invertir en el aparejamiento de los buques de la Compañía de las Indias Orientales, especuladores, prestamistas y corredores de bolsa. Es el primer libro escrito sobre el funcionamiento de la Bolsa, y De la Vega lo hace con tal timbre de modernidad que hoy sigue sorprendiendo a los estudiosos: los tipos de contratos de la época, con productos financieros tan actuales como los derivados, la euforia del enriquecimiento rápido y el pánico provocado por los desplomes, por no hablar de las trampas que usaban los estafadores para ganar dinero rápido a costa de algún incauto.
Por aquellas fechas, en Ámsterdam se especulaba con trigo, arenques, especias, aceite de ballena e incluso tulipanes. “Tres motivos tuvo mi ingenio para tejer estos Diálogos que espero merezcan el título de curiosos. El primero, entretener el ocio (…) El segundo, describir (para los que no lo practican) un negocio que es el más real y útil que se conoce hoy en Europa. Y el tercero, mostrar con veracidad las astucias de que se valen los tahúres que lo ensucian, para que a unos sirva de delicia, a otros de aviso, y a muchos de escarmiento”. La primera de las cuatro reglas que José de la Vega ofrece a sus lectores es: “Nunca asesores a nadie sobre la compra o venta de acciones. Donde adivinar correctamente es una forma de brujería, los consejos no se pueden dar a la ligera”. Salvados tiempo y distancia, el personal de la red de oficinas de Bankia se empleó a fondo en 2011 en asesorar a sus clientes la compra de acciones en la salida a Bolsa de la entidad presidida por Rodrigo Rato, porque aquello iba a ser un negocio seguro, casi como tirar un penalti sin portero.
Resultó que no fue tal en absoluto. El lunes pasado, la sección cuarta de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional hizo pública su sentencia absolviendo a los 34 acusados del ‘caso Bankia’, relatando a través de 440 páginas las razones por las que sus gestores no cometieron falsedad contable en las cuentas de resultados de 2010 y marzo de 2011, ni estafaron a los inversores en la salida a Bolsa de julio de dicho año. Una sentencia que ha dejado contentos a los menos, cabreados a los más y perplejos a casi todos, radiografía perfecta de un país que no funciona, de una maquinaria que viene arrastrando problemas desde hace décadas y que no solo no se han corregido con el paso del tiempo sino que se han agrandado hasta, en el abanico que va de la economía a la política pasando por la sanidad, la educación o la justicia, desembocar en la situación de una España hoy asomada al abismo de su propia autodestrucción, sin que aparentemente haya nadie dispuesto a impedirlo. Bankia como símbolo, para mal, de los años locos de la burbuja inmobiliaria y financiera, de aquella época de abundancia que parecía no iba a tener fin.
La entera historia de Bankia y su salida a Bolsa, incluida esta sentencia, deja el regusto amargo de un país que no funciona y de unas instituciones víctimas del descrédito provocado por los vicios de aquellos llamados a servirlas con honestidad y diligencia
Nadie advirtió de la necesidad de poner coto a la penetración de los políticos en las Cajas de Ahorro, con su rosario de caciquismo, chanchullos e inversiones ruinosas. A todo el mundo le pareció normal, dentro de lo escandaloso, que el Gobierno Rajoy colocara a Rato al frente de Caja Madrid. El señorito, oligarquía pura de la derecha española, se merecía el homenaje de presidir una gran Caja que le permitiera hacerse rico tras haber vuelto del FMI con el rabo entre las piernas. Aunque aplicado a la hora de aprender, sabía lo justo de economía y poco o nada de finanzas. Menos aún de banca retail. Ambicioso a más no poder, rechazó una oferta para fusionar la caja madrileña con La Caixa de Isidro Fainé e hizo más: engordó los problemas de Caja Madrid, manejables en su inicio, con la absorción indigerible de una Bancaja a punto de quiebra, cuya viabilidad fue “avalada sin cortapisas” por el Banco de España (BdE), sostiene la sentencia. Claro que antes se había embaulado seis o siete pequeñas Cajas más, todas con sus correspondientes balances averiados.
La tolerancia criminal de Fernández Ordóñez
Balances trucados porque el citado BdE, la policía del sistema, había relajado la labor inspectora sobre la base de desmontar los antaño temidos Servicios de Inspección, es decir, desmovilizando y desmotivando al cuerpo de inspectores que en tiempo del Mariano Rubio se encargaba de poner firme a todo el sector. Culpable fue Caruana, nombrado gobernador por el PP, aunque la figura más representativa de esa deriva hacia la tolerancia criminal fue Miguel Ángel Fernández Ordóñez, alias MAFO, un hombre cuya cuota de responsabilidad en el desastre de las Cajas es enorme, pero que, miembro de la aristocracia socialista, se ha ido de rositas sin siquiera rozar un banquillo. Es una de las constantes del deterioro institucional al que venimos asistiendo desde los años noventa, más que perceptible en la “calidad” de nuestra clase política: la pérdida de capacidad de gestión de las elites administrativas, la ausencia de altos funcionarios dispuestos a cumplir la ley y hacerla cumplir, cuando no proclives a aceptar las dádivas (“No sabes escuchar ruegos baratos, / y sólo quien te da te quita dudas; / no te gobiernan textos, sino tratos”) del mundo del dinero, caso de un gobernador, idolatrado por la izquierda española, que tuvo el cuajo de sentarse con Emilio Botín en el Consejo del Santander tras haberle envuelto Banesto con papel de regalo. La excepción parece haberse encarnado en el actual gobernador, Pablo Hernández de Cos, un hombre en apariencia dispuesto a rescatar el honor perdido de la institución.
Para tapar el agujero acumulado en las sentinas de BFA-Bankia, Rato y los suyos no tuvieron mejor idea que acudir a Bolsa con la intención de sanear el balance de la fusionada con el ahorro del pequeño accionista. Salvar las Cajas del hundimiento –cosa que hubiera llevado al entero sistema financiero a la quiebra- obligó al Estado a orquestar una operación rescate con cerca de 60.000 millones, 22.425 de los cuales fueron empleados en el saneamiento de Bankia. La pérdida del dinero de los inversores que acudieron a la OPV llevó el escandalo a los tribunales. Estaba claro, sin embargo, que la operación de blanquear la responsabilidad de las autoridades del BdE, de la CNMV, del FROB e incluso de la EBA europea en lo ocurrido dejaba herida de muerte la iniciativa, otorgando a Rato y sus cuates un argumento demoledor: ¿cómo pudimos delinquir si la salida a Bolsa contó con todas las bendiciones de las autoridades de control? Incluso el Gobierno Zapatero, por iniciativa de la ministra de Economía, Elena Salgado, presionó a la gran banca para que participara activamente en la OPV: se trataba de asegurar el éxito de una salida a Bolsa concebida como una “operación de Estado”.
Es la clave del arco de una sentencia que ha supuesto una corrida en pelo para la Fiscalía Anticorrupción, cuyo trabajo de años ha quedado desacreditado de forma inmisericorde por los magistrados Ángela Murillo, Teresa Palacios y Juan Francisco Martel, quienes una y otra vez apuntan a un BdE que “supervisó y aprobó todos los pasos seguidos para llegar a la salida a Bolsa de Bankia realizando un análisis pormenorizado de la operación”. La sentencia, en todo caso, deja abierta una puerta a la recuperación de la confianza en la institución judicial, en tanto en cuanto pone en valor la presunción de inocencia ensalzando la importancia de la prueba, base de todo Estado de Derecho que se precie, como argumento supremo para absolver o condenar. Resultó que en el ‘caso Bankia’ no había material probatorio alguno para condenar, por culpa de esa deficiente instrucción de la Fiscalía. Exaltación de la prueba –tanto más exigible en un derecho penal garantista- que supone también un duro correctivo para esa “justicia popular” que a grandes zancadas trata de abrirse paso entre nosotros. En una España más que nunca sumida en la “lóbrega orfandad” de la que hablaba Azaña, caos y orfandad, el tribunal no se ha dejado arrastrar por esa justicia populista que ya se cobró piezas como la de las ‘tarjetas black’.
“Acepta tanto los beneficios como las pérdidas”
La segunda reflexión que aporta esta sentencia poliédrica es una llamada de atención al uso abusivo, que además suele llevar aparejada la “pena de telediario”, del Código Penal a la hora de resolver litigios o pleitos de naturaleza económico financiera. Solventar este tipo de causas acudiendo a la vía penal, sin jueces y fiscales especializados además, constituye un grave error que coadyuvará a desincentivar el emprendimiento. ¿Es delito fracasar en un negocio? ¿A la desgracia de haber perdido tu dinero, queremos añadirle la de perder también la libertad si te van mal las cosas? Si castigamos penalmente la falta de acierto en una inversión, ¿quién se arriesgará a invertir? La sentencia, en fin, incide en un tercer considerando o recordatorio a los inversores de que toda inversión, más aun en Bolsa, entraña un riesgo. La regla número 2 que en “Confusión de confusiones” José de la Vega recuerda a sus amigos judíos dispuestos a invertir en la de Ámsterdam dice que “Acepta tanto los beneficios como las pérdidas. Lo mejor es tomar lo que llega y no esperar que la suerte y las circunstancias favorables perduren”, y aún la regla número 4 insiste en que “quien quiera llegar a ser rico con este juego tiene que tener dinero y paciencia”. Es cierto que si la situación económica general, respaldada por la buena gestión, hubiera ayudado, la acción de Bankia habría subido como un tiro con el beneficio consiguiente para quienes participaron en la OPV. Pero la economía es riesgo, y la Bolsa más aún. En todo caso, la sentencia es taxativa a la hora de aclarar que “la información financiera incluida en el Folleto era más que suficiente para que los inversores mayoristas y minoristas se formasen un criterio razonado sobre el valor de la compañía que se estaba ofertando”.
La entera historia de Bankia y su salida a Bolsa, incluida esta sentencia maratoniana, deja el regusto amargo de un país que no funciona y de unas instituciones víctimas del descrédito provocado por los vicios de aquellos llamados a servirlas con honestidad y diligencia. España y sus MAFO como recordatorio ominoso. Unos órganos reguladores (BdE, CNMV, FROB, etc.) a los que, en contra de lo afirmado por algunos, no saca del arroyo esta sentencia. Unas elites políticas y administrativas que se sirven del cargo en lugar de honrarlo con el cumplimiento del deber y el respeto a la ley y que, cortoplacistas y proclives a la componenda, han terminado por cepillarse un sistema de Cajas de Ahorro (quedan dos de las 45 existentes antes de la crisis de 2008, mientras en Alemania subsisten unos 400 Sparkassen operativos) que daban eficaz servicio al cliente de proximidad y agrandaban la competencia. Un país que no se respeta, dispuesto a seguir colocando en el pesebre a todos los amigos de este Gobierno sobrevenido y a seguir premiando con puestos bien remunerados en Consejos de Administración a aquellos políticos en cesantía que sirvieron fielmente a los dueños del dinero cuando ocuparon el cargo. Es el regusto amargo de un escándalo en el que se han evaporado gran parte de aquellos 22.425 millones sin que se haya localizado un solo culpable. Entre un fusil y un soldado se perdió un pan. El ‘caso Bankia’ o la anatomía de un crimen perfecto.