Beatriz Becerra-El Español
  • La inminente imputación de García Ortiz abre un nuevo capítulo de descrédito institucional que afecta directamente a la imagen del Gobierno y a su relato de regeneración democrática.

Que Álvaro García Ortiz esté a punto de convertirse en el primer fiscal general imputado en España marca un punto de no retorno en la maltrecha salud democrática de nuestro país.

Las consecuencias van mucho más allá de lo jurídico. El verdadero impacto de este escándalo es político. Esta imputación compromete gravemente la autoridad del Ejecutivo de Sánchez, ya erosionada por múltiples frentes políticos y judiciales, y por la acumulación de acusaciones de corrupción.

El caso García Ortiz abre un nuevo capítulo de descrédito institucional que afecta directamente a la imagen del Gobierno y al relato de regeneración democrática con el que Sánchez llegó al poder.

Lo que está en juego es la legitimidad del aparato institucional del Estado.

El Gobierno debe actuar con contundencia y cesar inmediatamente al fiscal general. No hacerlo es enviar un mensaje peligroso: que la lealtad política está por encima de la legalidad. Y eso mina la confianza ciudadana en las instituciones y alimenta el cinismo democrático.

La situación se vuelve todavía más grave cuando se analiza cómo ha reaccionado el Gobierno durante este último año. Lejos de tomar distancia del fiscal general, Pedro Sánchez y su Consejo de ministros han cerrado filas en torno a él, incluso después de las primeras críticas de la Asociación de Fiscales y del inicio de la investigación judicial.

«No hay ningún mensaje que pruebe esa acusación tan grave que han hecho medios y partidos políticos de la oposición a la reputación del fiscal general del Estado. ¿Quién va a pedir disculpas? ¿Quién va a pedir perdón al fiscal general?”.

Hace menos de seis meses que el presidente del Gobierno exigió públicamente, nada menos que desde el Consejo Europeo en Bruselas, que se pidiera perdón a García Ortiz por acusarlo sin pruebas, calificándolo como víctima de una «campaña de descrédito”.

De hecho, el Ejecutivo, con Félix Bolaños a la cabeza, no sólo ha intentado deslegitimar el proceso judicial sin pruebas objetivas, sino que ha sostenido siempre a García Ortiz.

Este lunes ha vuelto a manifestar su «respaldo total” y lo ha presentado como alguien que persigue el delito y no como un culpable: «¿Puede ser delito decir la verdad?”.

Incluso ha impulsado reformas legislativas orientadas a cambiar el sistema de elección del fiscal general del Estado y del Consejo General del Poder Judicial.

Un nuevo intento claro de control político.

El apoyo ha sido tan cerrado que ahora resulta tan sonrojante como insostenible. Cualquier movimiento que no sea el cese inmediato del fiscal general será visto por la opinión pública como un acto de complicidad, pues el caso también pone en evidencia las contradicciones del relato oficialista.

Durante meses, se ha intentado construir la idea de que las denuncias contra el entorno de Ayuso eran parte de una lucha contra la corrupción y la evasión fiscal.

Sin embargo, lo que ha revelado esta investigación judicial es que, en lugar de actuar con neutralidad, la Fiscalía pudo haber instrumentalizado datos personales para responder políticamente a una presidenta autonómica crítica con el Gobierno a instancias de este.

Que el instructor subraye la «falta de consentimiento” del afectado para la difusión de los correos refuerza la gravedad de los hechos. No se trata aquí de un error de comunicación, sino de una presunta utilización partidista de información reservada. Y eso es letal para cualquier Gobierno que aspire a defender el Estado de derecho.

Si se confirman los hechos, la consecuencia penal directa sería la inhabilitación de quien hasta ahora ha ejercido como figura clave en el engranaje jurídico del Gobierno.

Paradójicamente, quien más puede capitalizar este escándalo es la propia Isabel Díaz Ayuso.

Inicialmente atacada por el caso tributario de su pareja, la presidenta madrileña podría ahora erigirse en víctima de una operación política desde las más altas instancias del Estado.

Sin olvidar que su pareja está efectivamente incursa en un procedimiento legal sobre el que los jueces aún deben pronunciarse, lo que viene a reforzar esta imputación es el respeto riguroso a las garantías legales de cualquier ciudadano sujeto a una investigación.

El relato de una persecución, que hasta hace poco podía sonar exagerado, hoy cobra cuerpo gracias a una resolución judicial clara, bien argumentada y demoledora en su lógica jurídica.

Pero Ayuso no debería dejarse llevar solo por la satisfacción moral del «yo tenía razón”. Su papel, ahora, podría ser más estratégico que reivindicativo.

Tanto Ayuso como, con más razón, Feijóo y el Partido Popular en su conjunto, tienen una oportunidad única para ganar fuerza moral y proponer alternativas de consenso, de situarse como referente nacional en defensa de la independencia judicial y de exigir responsabilidad política sin caer en el histrionismo.

Deben exigir la dimisión del fiscal general, sí, pero también responsabilidad, limpieza y reformas reales. Proponer un modelo que supere el actual colapso institucional, liderar una propuesta clara para reforzar la independencia del Ministerio Fiscal, eliminar cualquier atisbo de injerencia política y reformar la elección del fiscal general para que deje de ser un brazo del Ejecutivo.

Progresismo del bueno, vamos.

Y, sobre todo, marcar el tono de una oposición con hechuras de Gobierno.

En definitiva, todo apunta a que el presidente Sánchez está ante una encrucijada irresoluble. Porque mantener al fiscal equivale a resignarse a una liquidación política con trazas de definitiva, y cesarlo supone admitir una clamorosa derrota institucional con una factura interna imposible de pagar.

Tres en raya.