Con una visión claramente anticipatoria, en julio de 2016, el ex secretario general del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, previno a su sucesor, Pedro Sánchez, de que rehuyera la tentación de llegar al poder mediante lo que él llamó, en feliz hallazgo, una «investidura Frankenstein». Difícilmente podría gobernar de la mano de una variopinta coalición conformada por Unidos Podemos –amalgama de separatistas, anticapitalistas, ecosocialistas o confederalistas– y por agrupaciones abiertamente secesionistas. «El PSOE no puede ir –remachó durante su intervención en un curso de verano en El Escorial– con los que quieren romper España». Todo fue en vano ante quien estaba resuelto a inaugurar lo que él entendía, sin recato para la hipérbole, un «nuevo tiempo político». Parafraseando a Oscar Wilde, se diría que Sánchez es capaz de resistirlo todo menos la tentación.
Lejos de tomar en consideración una advertencia con remembranzas históricas en aquel «¡Cuídate de los idus de marzo!» dirigido a Julio César en las vísperas trágicas de ser apuñalado por los suyos –entre ellos, su amado Bruto– en la escalinata del Senado, éste decidió reencarnarse en una especie de doctor Sáncheztein. Al modo de Victor Frankenstein, el protagonista de ciencia ficción del relato Frankenstein o el nuevo Prometeo, la novela que la escritora británica Mary W. Shelley pergeñó hace dos siglos a raíz de aplicarse en Londres corrientes eléctricas a restos humanos.
En su afán por desentrañar la misteriosa alma humana, un estudiante suizo de medicina fabrica un ser a partir de las partes seccionadas de cadáveres a los que da vida galvánica. Empero, su triunfo científico resultará, a la postre, su fracaso moral. Pronto percibirá horrorizado cómo el engendro se rebela contra su creador. Ello le lleva a rechazar con espanto su experimento y a huir despavorido. Cuando retorna al laboratorio, el monstruo ha desaparecido. Esto le hace esperanzar que su pesadilla ha concluido. Pero la sombra de su pecado le persigue y se hará trágicamente presente.
En efecto, al sentirse rechazado, el adefesio había avivado un odio irrefrenable y una sed inconmensurable de venganza contra su hacedor cobrándose la vida de sus familiares más queridos. Preso de la fatalidad, el doctor Frankenstein resuelve aniquilar su manufactura. Así, persigue al deforme hasta el último confín de la tierra, donde muere a bordo de un barco que lo recoge en medio del Mar Ártico y al que arriba el demoniaco andrajo. En cuanto el Hijo mata al Padre, la creatura se pierde entre los hielos, poniendo fin a su peripecia vital y a la misma narración.
Si Victor Frankenstein juega a ser Dios, desafiando el orden natural de las cosas, Sánchez se aventuró otro tanto con su «investidura Frankenstein». Primero sobrepasó las líneas rojas que fijó su partido con pactos «antinatura» y se vengó de quienes promovieron su defenestración de la secretaría general. Cuando todos le daban por desahuciado, refrendó su liderazgo en otras elecciones primarias a la secretaría general del PSOE después de la victoria que, previamente, había obtenido como aspirante vicario de la hasta entonces todopoderosa presidenta de Andalucía, Susana Díaz. Hoy un aparente cadáver al que Sánchez ya ha puesto sustituta –la ministra de Hacienda, María Jesús Montero–, tras haber tenido todo el partido en su puño.
A la destronada reina del sur le faltó la audacia que le sobraba a quien nada tenía entonces y nada podía perder en consecuencia. O César o nada. Un Pedro sin Tierra que ha pasado a ser un Pedro sin Miedo a ojos de sus panegiristas. Su desarrollado instinto de poder le ha permitido hacer de este PSOE un partido cesarista a su imagen y semejanza, donde los cercanos son premiados con prebendas públicas muy por encima de su capacidad y los críticos condenados al ostracismo, independientemente de su valía. Un aviso a navegantes a la hora de confeccionar las listas.
Al cabo de nueve meses de aquella «investidura Frankenstein» que le facultó derrocar a Rajoy, mediante una moción de censura apoyada en la manipulación política de una pieza judicial del caso Gürtel, se ha apeado en marcha de sus socios de Gobierno. Con la excusa de no aprobarle los presupuestos, convoca elecciones para el 28 de abril. Una cita que, como pretendía con aquel órdago, afrontará esta vez desde el lugar de privilegio de la Presidencia de un Gobierno que ha sido más bien un comité electoral municionado por el erario, en vez de por los fondos del partido. Sin duda, le hubiera gustado dotarse de un nuevo presupuesto para disponer de mayor gasto aún con el que regar a los votantes, por lo que se valdrá de las promesas contenidas en el proyecto fallido y le endilgará a sus adversarios su frustración por no haber fructificado unas cuentas que, en realidad, eran cuentos.
En apariencia, con esta maniobra, el doctor Sáncheztein simula huir del monstruo que él forjó para llegar al poder, al igual que Victor Frankenstein salió escopeteado de su laboratorio huyendo del maligno espécimen que había maquinado. El dilema estriba en saber si podrá zafarse de la creatura que procreó para saltar al Palacio de La Moncloa con los peores resultados cosechados jamás por el PSOE o le perseguirá hasta destruirlo como le acaeció al protagonista y a sus familiares del relato de Shelley.
Si ya se advertía en esta misma página el pasado domingo que, más que la extravagancia de admitir un relator que mediara en las conversaciones entre el Gobierno y la Generalitat, como si fuera una negociación entre dos Estados, Sánchez iba a necesitar un relator para sí mismo que le ayudara a hacer un relato creíble con el que concurrir a unas elecciones, es evidente que éste busca su reacomodamiento trazándose un nuevo perfil de líder moderado. Aprovecha que Podemos se desangra en guerras cabileñas y el fraccionamiento del voto de centro derecha, lo que permitirá al PSOE pescar en más circunscripciones.
Dando un giro copernicano, no se ha parado en barras. La ministra Montero ha llegado a presentarlo cual ecce homo mortificado como Adolfo Suárez. Olvidaba la estrella emergente en el firmamento socialista que fue el PSOE el que martirizó de forma cruel al ex presidente artífice de la Transición democrática. Aunque Alfonso Guerra relativice ahora su animadversión contra quien tildó de ser «el tahúr del Misisipi», lo cierto es que, entre otras lindezas, lo calificó de «perfecto inculto procedente de las cloacas del franquismo», le achacó «regentar La Moncloa como una güisquería» –González luego se construiría una bodeguilla– y le acusó de querer asaltar el Congreso «subido en el caballo de Pavía», cuando el general en cuestión no entró en el Congreso cabalgando y el presidente se mantuvo firme contra el golpismo militar y los zarandeos de Tejero el 23-F.
¿Cuántas caras tiene Sánchez? Probablemente tantas como horas el día. Su ejercicio de transformismo y contorsionismo se hará especialmente acusado hasta abril, aunque su trayectoria ya alerte sobre ellos. Como admite el ministro de Ciencia, Pedro Duque, que levante la mano quien no se haya visto sorprendido con alguna decisión de Sánchez. Que se lo pregunten, desde luego, al gato escaldado de Felipe González.
Así, en las primarias de 2014 contra Eduardo Madina se presentó como un socioliberal que defendía la bajada de impuestos, para luego adoptar una pose antisistema. Igualmente protagonizó una ardorosa defensa del constitucionalismo –con una impresionante bandera de España como fondo– y de apoyo a la aplicación del artículo 155 para restablecer el orden constitucional en Cataluña, no albergaba ninguna duda sobre el delito de rebelión que habrían perpetrado los golpistas del 1-O, alentó una campaña internacional de desenmascaramiento del prófugo Puigdemont y calificó al sucesor de éste en la Generalitat, Quim Torra, de «Le Pen catalán». Pero luego urdió una moción de censura con un supremacista al que cortejó sin decoro ni rubor hasta humillarse en Pedralbes al aceptar un escrito de vil sometimiento en 21 puntos vejatorios que legitimaban las aspiraciones de quienes perpetraron el golpe en Cataluña.
Tremenda irresponsabilidad en vísperas de un juicio de la enjundia del 1-O, por lo demás, tras socavar al juez instructor Llarena y rebajar la acusación de la Abogacía del Estado, amén de no renunciar a un futuro indulto. ¡Qué diferencia con un Leopoldo Calvo-Sotelo que, en estado de extremaunción política, trabajó para aumentar las penas y someter a los militares del 23-F al juicio del Tribunal Supremo! Sin duda, una conducta la de este PSOE más propia de partido obstrucionalista, si se admite el término, que constitucionalista.
Como no será fácil de hacer olvidar todo esto, Sáncheztein se valdrá tanto de la tinta de calamar como de fomentar la confusión, al modo de Groucho Marx en Una noche en Casablanca. Al asumir la dirección de un hotel, ordena entre sus primeras medidas cambiar los números de todas las habitaciones. «Pero los clientes se van a equivocar de cuarto, piense en la confusión que crearíamos», arguye uno de sus subordinados. «Y usted piense en la diversión», sentencia Groucho.
No parece que Sánchez, hemeroteca en mano, sea un hombre de convicciones firmes, sobre todo cuando juzga que la coherencia es incompatible con la política. Revestido con aire del gobernante y habiendo interrumpido su negociación con el independentismo de un día para otro, haciendo aspavientos por su deslealtad, este político varias veces enterrado en vida y presidente por sorpresa busca ahora el golpe de fortuna que le reafirme en La Moncloa siendo esta vez la lista más votada. Luego, dotado de esa legitimidad de la que ahora carece y de la que se resiente, trataría de lograr su investidura con los votos decrecientes de Podemos y de los independentistas.
En este sentido, su maniobra es clara: señalará con el intermitente hacia la derecha para colmar su granero con los votos que le devuelvan al PSOE la condición de primera fuerza parlamentaria y luego girará dirección contraria para recabar los apoyos necesarios entre los grupos que le han apoyado hasta hace un par de semanas. Como Zapatero, cuyo manual de resistencia emplea Sánchez, volverá a las andadas con el independentismo porque ha unido su supervivencia a ellos y estos a su vez entienden que, mal que bien, siempre se entenderán mejor con él que con Casado o con Rivera, quienes exigen la reimplantación del artículo 155 en Cataluña.
Mareará lo que convenga y, cuando se vea en aprietos dirá: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional», como Fernando VII al jurar la Constitución de Cádiz en marzo de 1820 tras haber renegado de ella. Sánchez y sus socios de moción de censura se necesitan mutuamente como dos borrachos que se agarran el uno al otro para no rodar por los suelos.
De la misma manera que la creatura de la célebre novela de Shelley le promete en un momento dado a Victor Frankenstein que, si le dota de una novia, rectificará su abominable conducta y éste consiente para garantizar la seguridad del resto de su familia hasta que el monstruo le requiere que se valga del cadáver de una inocente ajusticiada con el silencio cómplice de su fautor, Sánchez volvería a encontrarse en la misma tesitura con los socios con los que ha roto temporalmente. Con la martingala de que defienden el derecho de autodeterminación, como si no tuviera en su propio Gobierno una ministra, Meritxell Batet, que está también por el llamado eufemísticamente derecho a decidir.
En su ceguera voluntaria, no quiere percatarse de que, como en la novela Frankenstein o el nuevo Prometeo, llegaría el momento en el que la creatura Frankenstein se enfureciera nuevamente y jurara venganza. «Si me niegas la noche de bodas, ¡voy a estar contigo en la tuya!», proclamará el endriago. En la luna de miel de su ideador, accederá a la habitación nupcial perpetrando el doloso crimen diciendo: «¡Yo cumplo mis promesas!».
En esas circunstancias, el doctor Sáncheztein conduce al país a un proceso ciertamente imprevisible, dado el oportunismo con el que se guía con su ansia desmedida de poder.