El Correo-MANUEL MONTERO

Llega Vox y todo indica que es para quedarse. Es una novedad inquietante: a la contestación que la Constitución sufre desde los nacionalismos y alguna izquierda se suma la de la derecha

En contra de las previsiones, las elecciones de Andalucía han marcado un antes y un después. No se veía venir: la comunidad andaluza se ha caracterizado por su estabilidad y nuestros gabinetes demoscópicos no habían intuido lo que venía, dejándonos en la tesitura de no saber para qué los tenemos.

Casi cuarenta años después, termina el dominio socialista en Andalucía. Constituía una anomalía, pues ni es buena tan larga estancia en el poder ni suele darse en los países democráticos. Lo natural es alguna alternancia y, en este sentido, lo ocurrido en los comicios del domingo puede interpretarse como una normalización política. El final de un régimen, podría decirse, por la capacidad que tienen los partidos clientelares en constituirse como tal.

Ha habido tres formaciones que han sufrido una auténtica sangría en votos, buena parte hacia la abstención. Por este orden: PSOE, PP, Podemos, bien que con implicaciones distintas. El fenómeno principal ha sido el desplome de los socialistas. Cuando un partido como este lleva en el machito cuatro décadas y pierde de golpe 400.000 votos sin haberlo visto venir, es que ha perdido la conexión con la sociedad. En la noche electoral no enunció ninguna autocrítica, lo que viene a confirmar la pérdida de fuelle político.

La caída del PSOE en Andalucía venía de atrás. Salvó los muebles, contra pronóstico, en las anteriores elecciones, al tiempo que cambió formalmente por el hiperliderazgo de Susana Díaz, con la que el socialismo andaluz se ha identificado plenamente. Pues bien: fue casi el único cambio perceptible. Pese al daño de los EREs, no hubo mayores transformaciones en el partido. Todo siguió igual; o sea, que fue a peor, con disfunciones graves en Sanidad –movilizaciones en las principales ciudades–, antaño la niña bonita de la Junta; obras que se eternizaban, sensación de parálisis y ausencia de renovación.

Hubo otro cambio, en el discurso, convertido en andalucista radical, sin referencias sociales, salvo en lo que se refiere a la igualdad de género –quizás la patrimonialización de esta igualdad por la izquierda dé ya síntomas de agotamiento–. Ninguna mención a alguna igualdad social, de difícil definición una vez que el socialismo andaluz optó por la vía subvencional. Su discurso, andalucista, sobreutiliza la defensa de «nuestra tierra» frente a los demás, como si estos quisieran hacer barbaridades. «Esta tierra se levantó para no volver a hincar más la rodilla», decía Díaz en la campaña: tal identificación con una especie de destino histórico no parece de esta época ni del socialismo.

El ‘susanismo’ se autonomizó, pero el socialismo de Pedro Sánchez también queda seriamente tocado. No ha funcionado electoralmente el ejercicio compulsivo y mediático del poder gubernamental. Por lo que se ve, la ciudadanía castiga las políticas erráticas.

Y lo más importante: ha dejado de funcionar el «que viene la derecha» como reclamo electoral. Podemos, que también lo utilizó a mansalva, ha perdido 300.000 votos, si se tienen en cuenta los que tenían junto a Izquierda Unidad las anteriores elecciones: decaen sus aspiraciones de regenerar nuestra política. El llamamiento contra la derecha ya no retrae a los votantes de la derecha y ha dejado de movilizar a lo que se consideraban las bases de la izquierda: a lo mejor el elector se ha cansado del esquema bipolar y aspira a propuestas políticas de futuro.

Resulta improbable que cale la evidencia anterior. En la misma noche electoral abundaban las proclamas antifascistas, como si tal esquema no hubiese sido el de hace varios meses y haya demostrado escasa eficacia. ¿Se frenará a la «extrema derecha» tan sólo por repetir «hay que frenar a la extrema derecha»? Es, en realidad, la única respuesta que se está planteando, retórica pura, no cambiar las ofertas políticas. Excita a los más convencidos, pero quizás desanima a los que no se identifican con el guerracivilismo ambiental.

El PP ha perdido más de 300.000 votos, una barbaridad, pero salda la pérdida como una victoria, toda vez que el hundimiento de la izquierda le da acceso a la Junta, el empeño que le parecía imposible. Y desde allí es posible que tenga oportunidades desconocidas, habida cuenta de la singularidad andaluza, según la cual la derecha está bien asentada en las ciudades y flojea en los pueblos medianos y pequeños –lo contrario de lo que suele ser habitual–: se diría que tiene un espacio natural propio para crecer… desde el Gobierno.

Y Ciudadanos, con su ascenso espectacular, tocará poder y se convertirá en alternativa de Gobierno nacional si en el resto de España se reproduce su mejoría relativa. Ya ha tirado con éxito la primera piedra.

Llega Vox, y todo indica que para quedarse, pues su 11%, 400.000 votos, es un respaldo más que sólido. Es una novedad inquietante: a la contestación que la Constitución española sufre desde los nacionalismos y desde alguna izquierda se suma la que le llega desde la derecha.

Sin embargo, convendría que, en vez de rasgarse las vestiduras, los partidos constitucionalistas se preguntasen si no les corresponde alguna responsabilidad en este cambio. Al final, de tanto satanizar la derecha la han revitalizado. Y resulta obvio que su falta de respuesta ante algunos problemas nacionales –el planteado por Cataluña, por ejemplo, los desbarajustes autonómicos o la política/no política migratoria– ha creado el caldo de cultivo para que prospere Vox. No podría suponerse que el 10% de los electores andaluces sean rabiosos radicales, pero por lo que se ve han dejado de contentarse con políticas de paños calientes.