Andrés Betancor-El Mundo
El autor explica que, con Puigdemont, los jueces alemanes han interpretado mal el control establecido en la euroorden, en flagrante contradicción con la doctrina del Tribunal de Justicia de la UE.
ENTRE LOS juristas, la dogmática alemana ha sido tradicionalmente un referente. Sin embargo, también en Alemania hay malos, incluso, muy malos juristas. El mejor ejemplo es el Auto de 12 de julio de 2018, de la Sala Primera de lo Penal del Tribunal Superior de Justicia de Schleswig Holstein.
Rudolf von Ihering (1818-1892), el gran jurista alemán, publicó un opúsculo titulado La lucha por el Derecho. Su tesis conclusiva fue «la lucha es el trabajo eterno del Derecho. Si es una verdad decir ‘ganarás tu pan con el sudor de tu frente’, no lo es menos añadir también que ‘solamente luchando alcanzarás tu derecho’. Desde el momento en que el Derecho no está dispuesto a luchar, se sacrifica”.
Es la lucha por hacer cumplir el Derecho; que gane frente a la arbitrariedad y los abusos. En esa tarea, también, moral, tiene que toparse con los obstáculos, incluso, de jueces ignorantes y prejuiciados. La lucha no puede decaer; el empeño es, además, un deber, del que habla Ihering.
En la lucha, el Derecho progresa. El caso Schleswig-Holstein será muy positivo. Ayudará, decisivamente, al avance de la Unión Europea en hacer realidad uno de sus objetivos: ofrecer a sus ciudadanos un espacio de libertad, seguridad y justicia sin fronteras interiores (artículo 3 Tratado de la Unión Europea). A tal fin, se han aprobado las Decisiones marco de 13 de junio de 2002 (orden de detención), y la de 27 de noviembre de 2008 (reconocimiento mutuo de sentencias).
La piedra angular de la cooperación judicial en materia penal es el principio del reconocimiento mutuo, en un contexto de «confianza elevado entre los Estados miembros». En consecuencia, «los Estados miembros ejecutarán toda orden de detención europea, sobre la base del principio del reconocimiento mutuo y de acuerdo con las disposiciones de la presente Decisión marco» (art. 1 Decisión Marco de 2002).
La Decisión distingue entre delitos que no están sometidos al «control de la doble tipificación», por lo que la ejecución de la orden de detención y entrega será automática; y otros que deben superar dicho control.
El error del Tribunal es cómo ha interpretado ese control. En flagrante contradicción con la doctrina del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, primero estableció una equivalencia entre delitos (españoles y alemanes) y luego determinó si los alemanes son aplicables. Como el Tribunal Supremo le imputa a Puigdemont los de rebelión o sedición, el Tribunal alemán primero fijó la paridad entre los delitos españoles (de rebelión y sedición) y los alemanes (de alta traición y de desórdenes). A continuación, concluyó que los delitos alemanes equivalentes no son aplicables al ex president. Por lo tanto, no cabe la extradición.
El razonamiento del Derecho de la Unión es otro. Tanto la Decisión marco (art. 2.4) como la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la UE siguen otra lógica. Como la expresara la Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión de 11 de enero de 2017 (asunto Grundza): 1) el control es una excepción a la regla general por lo que debe ser aplicado de manera estricta; 2) se ha de limitar a comprobar si los hechos, de haberse producido en el Estado de ejecución, «tal como fueron plasmados en la sentencia», también serían merecedores de reproche penal en el Estado de ejecución, sin entrar, 3) en cuestiones relativas a si el tipo penal es o no equivalente a alguno de los existentes en su código. Así, «habrá de comprobar, si tales hechos…, habrían estado sujetos a una sanción penal si se hubieran producido en el territorio del Estado miembro al que pertenece dicho órgano jurisdiccional, con arreglo a su legislación nacional. Si tal fuera el caso, habría de considerar que se cumple el requisito de la doble tipificación».
No es razonable pensar que, en Alemania, al margen de equivalencias o no entre figuras delictivas –donde está penado, por ejemplo, el desprecio a la República, la denigración a la bandera o al himno nacional, con pena de prisión de hasta tres años (art. 90 a del Código penal); la difamación a los órganos constitucionales, con pena de prisión de hasta cinco años (art. 90 b); los partidos que atenten contra el orden constitucional, con pena de hasta cinco años (art. 85); la propaganda nacionalsocialista, con pena de hasta tres años (art. 86), entre otros– no se castiguen hechos como los acaecidos en Cataluña.
No es creíble, insisto, que en Alemania no sea objeto de castigo la ejecución, según el relato del Tribunal Supremo, de «un plan que pretendía sustituir por otro el ordenamiento democráticamente aprobado, actuando fuera de las normas vigentes sobre el particular, con la finalidad última de declarar unilateralmente la independencia del territorio de la Comunidad Autónoma de Cataluña, asumiendo la causación de episodios violentos en la calle, que efectivamente tuvieron lugar, para obligar al Estado a claudicar, imponiendo así sus designios por la fuerza» (Auto de 26 de junio).
La Corte alemana no sólo no se sujeta al relato del Tribunal Supremo, sino que construye el suyo propio. Por ejemplo, nos enteramos, según el Tribunal alemán, convertido en tribunal de instancia e instructor de la causa, de que la voluntad de Puigdemont era que el referéndum sólo fuese «el preludio de futuras negociaciones» y que no era el «líder espiritual» de violencia alguna; que no fue el «patrocinador» de las mismas.
Para el Estado democrático de Derecho es un jarro de agua fría. Esperado, pero, siempre, sorprendente e indignante. No nos sirve de consuelo el arrogante comentario del Tribunal sobre la ausencia en España de persecución política. Ya puestos, habría preferido que nos calificase como una democracia a la turca; hubiera sido coherente con su prejuiciado Auto.
El Auto pone de relieve que el relato secesionista ha calado entre ciertas audiencias europeas. Es capital la tarea que tiene por delante el ministro Borrell, perfecto conocedor del secesionismo catalán. Frente al abandono del Gobierno Rajoy, es imprescindible recuperar la iniciativa y presentar el secesionismo como una fuerza política, como lo ha mostrado Torra y sus artículos, antidemocrática con objetivos racistas.
Esta tarea requiere tiempo y audacia, en la que el acomplejamiento no tiene cabida. Las urgencias del presidente Sánchez en –como lo denomina– «normalizar» el conflicto catalán, «politizándolo», reduciéndolo, con omisión del Estado de derecho, «a un conflicto político que requiere una solución política», pueden ser un obstáculo. No se deberían sacrificar los principios, los valores y las reglas del Estado democrático de Derecho en el altar de los apremios electorales. De nada sirve apagar un incendio sobre la base de acrecentar la pira para que arda, aún con más fuerza, en un futuro inmediato. Ése no es el papel de un presidente del Gobierno de España, salvo que le sobre esto último.
¿QUÉ SUCEDERÁ? Es razonable suponer que el magistrado Llarena retirará la euroorden e, incluso, elevará una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión en relación a la equivocada interpretación que el Tribunal alemán hace de las exigencias del Derecho de la Unión. Mientras tanto, Puigdemont vagará por la Unión sin posibilidad de regresar a España, así hasta que prescriba el delito, lo que, en el caso del de rebelión, es de 20 años. Un castigo que, incluso, sería superior, probablemente, al que recibiría de apreciarse por los tribunales españoles su responsabilidad. Y un castigo aún mayor, es el cómo se va apagando su influencia; su liderazgo se irá extinguiendo en el mar del olvido.
Richard Wagner (1813-1883) estrenaba en 1843 la famosa ópera El holandés errante. Una recreación de la leyenda, común entre los marineros, del barco fantasmal, condenado a vagar por los océanos del mundo. Wagner ofrece la esperanza de la redención por el amor. No parece que ésa sea la vía liberadora para nuestro errante. El Derecho y su lucha, lo condenan a deambular hasta que responda ante la justicia española por todos los delitos que ha cometido. En el libreto de Wagner se le describe como un hombre pálido, con cara enmarcada por una barba negra, perseguido por una maldición; en nuestro caso, también, por el Derecho.
Andrés Betancor es catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad Pompeu Fabra.