- La razonable oposición interna a los planes del autócrata nunca llegó. A algunos de los barones descabalgados del poder en sus regiones los había sofocado Sánchez elevándolos a dignidades adornadas con púrpura
La razonable oposición interna a los planes del autócrata nunca llegó. A algunos de los barones descabalgados del poder en sus regiones los había sofocado Sánchez elevándolos a dignidades adornadas con púrpura, realces, o al menos un presupuesto con el que hacer favores pensando en el futuro. Tal fue el caso de los barones socialistas desalojados del gobierno en los archipiélagos. Otros eran recién llegados y carecían del hambre furiosa de poder característica del que alguna vez lo ha ostentado. Los menos habían conservado su ejecutivo regional. Eran tres: la una dependía en Navarra de los albaceas políticos de terroristas responsables de asesinar, entre otras muchas personas, a algunos de sus viejos compañeros; otro desafiaba en Castilla-La Mancha la autoridad moral del cabecilla cesarista; otro se mimetizó con la pesada bruma asturiana.
La extrema debilidad parlamentaria casaba mal con un cambio de régimen pacífico y legal. Quien apenas alcanza a levantar la mayoría absoluta en una cámara legislativa no puede soñar siquiera con los tres quintos o dos tercios que exige, según los casos, la Constitución para su propia reforma. Un gobernante con escrúpulos habría frenado ahí su desmesurado objetivo: construir una confederación asimétrica estable, sin parangón en la Unión Europea ni quizá en el mundo. Pero los escrúpulos le son desconocidos a un hombre que ha plagiado su tesis doctoral, uno que no considera necesario abstenerse en la decisión de entregar centenares de millones a una empresa que cuenta con el auxilio de su cónyuge. El crecido césar, cada vez más identificado (sin saberlo) con tres disolutos siniestros glosados por Suetonio, se había acostumbrado a la arbitrariedad, había buscado su fuerza en la quiebra de la sociedad y seguía decidido a invadir cuantos poderes u órganos de control estorbaran sus planes.
Fue entonces cuando los ciudadanos supieron de las fechorías cometidas durante la peste por personas que habían ocupado, y seguían ocupando, puestos de gran relevancia en los poderes ejecutivos central y autonómicos, y ahora en el poder legislativo. Y cuando las cloacas se desbordaban, el desatado déspota quiso aprobar una amnistía, rompiendo las desgastadas costuras del sistema.