Ignacio Varela-El Confidencial
- No fue una buena idea entregar al Parlamento la renovación íntegra del órgano de gobierno del poder judicial
En las casas de apuestas londinenses, cuya capacidad predictiva sobre cualquier asunto es legendaria, está ya por los suelos la traviesa de que la legislatura española concluirá sin que se haya renovado el Consejo General del Poder Judicial. Esto significa que la probabilidad de que suceda tal cosa es tan elevada que no se paga casi nada por esa apuesta.
Si el pronóstico se confirma, el Parlamento elegido en noviembre de 2019 habrá conseguido la dudosa hazaña de completar la legislatura entera sin cumplir una de sus obligaciones constitucionales más relevantes. Considerando que el procedimiento formal para la renovación del actual Consejo se inició el 3 de agosto de 2018, este pasará más tiempo en funciones, con el mandato caducado (y, desde hace 18 meses, con sus atribuciones secuestradas por el mismo Parlamento que es incapaz de renovarlo), que con él en vigor.
La anomalía institucional es tan grosera, las maniobras tan burdas y oscuras y resulta tan obscenamente evidente la voluntad en las dos trincheras del bibloquismo de garantizarse a toda costa el control político de la Justicia (aun a costa de su colapso funcional, que en el caso del Tribunal Supremo está ya muy próximo), que no es extraño que en Bruselas crezca la preocupación y se extienda la duda sobre la calidad de nuestra democracia. En lo que se refiere al respeto a la independencia de la Justicia, somos firmes candidatos para ingresar en el club de los países altamente sospechosos junto a Hungría y Polonia. Solo por este motivo (hay unos cuantos más), desde ahora se puede augurar que en la próxima clasificación anual de ‘The Economist’ España quedará fuera del selecto club de las llamadas ‘democracias plenas’.
Definitivamente, no fue una buena idea entregar al Parlamento la renovación íntegra del órgano de gobierno del poder judicial. En primer lugar, porque se ampara en la letra de la Constitución para traicionar su espíritu. Esta divide a los 20 vocales del Consejo en dos grupos a efectos de su elección: ocho de ellos, dice el artículo 122, serán elegidos por el Congreso y el Senado entre juristas “de reconocida competencia”. Los otros 12 habrán de ser jueces y magistrados y se elegirán “en los términos que establezca la ley orgánica”. Si el constituyente hubiera deseado otorgar al legislativo la potestad de designar el Consejo entero, se habría ahorrado esa distinción y lo habría dicho sin más, pero no lo hizo. Una lectura honesta del texto indica claramente que su propósito era restringir la vía parlamentaria de elección a los ocho juristas y que la ley arbitrara un procedimiento distinto y específico para el cupo de jueces y magistrados.
En 1985, con argumentos doctrinales discutibles, se aprovechó la ambigüedad del texto constitucional para hacer un ‘totum revolutum’ y entregar la elección de los 20 vocales al Parlamento; es decir, a las cúpulas de los dos grandes partidos, únicos capaces de sumar la mayoría cualificada de tres quintos que, al menos, preserva la exigencia de un consenso transversal.
Pese a las protestas y promesas de la derecha, el PP ha gobernado durante 15 años —en dos ocasiones, con mayoría absoluta— sin hacer el menor ademán de modificar ese procedimiento. No lo hicieron Aznar y Rajoy cuando pudieron y es de temer que no lo hará Feijóo si llega a gobernar. Es lógico, aunque no sea justo: resulta demasiado goloso para los jefes de los partidos políticos el caramelo de disponer a su antojo de los órganos constitucionales —especialmente los de la Justicia— y traficar con ellos.
El PP consiguió una mayoría de orientación conservadora en el CGPJ y en el Tribunal Constitucional gracias a su mayoría absoluta de 2011. Digan lo que digan, no hay forma de ocultar que su designio es aguantar esa mayoría tanto tiempo como sea posible; a medida que las elecciones se aproximan y las encuestas le favorecen, disminuye drásticamente el incentivo para colaborar en una renovación que, en este momento, invertiría la mayoría ideológica en el Consejo. Al fin y al cabo, si han resistido tres años de bloqueo sin aparente castigo electoral, prolongarlo unos meses más no debería tener un gran coste. Todo lo demás son excusas sucesivas.
No es menor, sino quizás incluso mayor, la pasión del Gobierno de Sánchez y su cortejo de aliados extremistas por hacerse con el control político de la Justicia. Para ello, ha hecho cosas tan aberrantes como poner bajo secuestro al actual Consejo, privándolo de sus competencias esenciales, y exigir como rescate una rendición sin condiciones del PP.
Por si algo faltara para completar el esperpento, desde Podemos se urge a Sánchez para que suprima de un tajo la mayoría cualificada y permita a la coalición Frankenstein configurar unilateralmente el órgano de gobierno de los jueces para los próximos cinco años. Solo impide a Sánchez consumar el desafuero la segura repulsa que ello produciría en Bruselas, además de la alta probabilidad de que el Tribunal Constitucional lo frene, añadiendo un oprobio más a la extensa colección de reprimendas constitucionales que se ha ganado este Gobierno a causa de su bárbara concepción de la lógica institucional. Pero no hay que descartar que, ante el peligro manifiesto de que cambie la mayoría política en el Parlamento, el actual presidente se lance a la aventura, haga caso a Echenique y Rufián y aseste un golpe casi mortal al principio de la división de poderes.
Desde que se inició la era populista, el Parlamento viene fracasando reiteradamente en casi todas las misiones que la Constitución le atribuye. Ha fracasado en varias ocasiones en la tarea de proveer al país de un Gobierno después de unas elecciones generales, con varias investiduras fallidas y dos repeticiones electorales que jamás debieron producirse. Se ha dejado arrebatar el ejercicio de la función legislativa, convirtiendo el Congreso en un órgano sometido que se limita a ratificar el diluvio de decretos-leyes que Sánchez ha instituido como el modo ordinario de legislar en España. Espero que nadie confunda los hórridos espectáculos de los miércoles con un control efectivo del Gobierno por parte del Parlamento. Finalmente, está fracasando bochornosamente en la misión trascendental —en parte, autoatribuida— de suplir los órganos constitucionales.
A todo esto, no hay noticias de la presidenta del Congreso, una de cuyas funciones principales es defender el estatus y la dignidad institucional de la Cámara. En esto del CGPJ, digo yo que, aunque solo fuera por disimular, podría haber dado la cara en algún momento para promover el acuerdo o intentar una mediación.
Los constituyentes del 78 y los legisladores del 85 actuaron presuponiendo que siempre prevalecería el principio de la ‘bona fide’ constitucional. Aquella presunción se ha revelado errónea: en estos tiempos, hay que aplicar por defecto el principio de la mala fe. Por eso creo que lo único que resolvería el problema sería abrir el precipicio y establecer que los órganos constitucionales, como el Parlamento mismo, cesan fulminantemente en sus funciones cuando se extingue su mandato. Quizás así, ante el vacío insoportable que ello crearía, los capataces partidarios reaccionarían y los ciudadanos empezarían a tomarse en serio estos temas y castigar en las urnas a quienes jueguen con las instituciones.