Cristian Campos -El Español
 

Hacía años que no visitaba Barcelona (fui barcelonés hasta que me hice madrileño de Cádiz) y me sorprendió esta Semana Santa la necrópolis en que se ha convertido la ciudad. Sólo Nápoles y las zonas más derrotadas de París pueden compararse hoy con ese modelo de chabolismo táctico que es Barcelona. Pero en Nápoles y París gobiernan las mafias y en Barcelona, la izquierda. Eso debería suponer una diferencia.

Mi antigua ciudad es hoy un atascadero. Una yincana de obstáculos diseñada contra el paseante, el comerciante y el trabajador, enemigos históricos de Ada Colau y su corte de activistas.

En las zonas turísticas, Barcelona hace que Benidorm parezca el Belvedere de Viena. No existe en toda Europa un turismo más asilvestrado que el suyo. Pero la alcaldesa no quiso hoteles de lujo, confiando en que la realidad le concedería la gracia de no rellenar ese hueco de mercado, y ahora la ciudad rebosa hostels de los que brotan en masa esas máquinas de regurgitar Jägermeister conocidas como erasmus.

Nada le ha salido más caro a los barceloneses que fingirse pobres, que es la coquetería del maleducado. Ahora los barceloneses son pobres de verdad, nietos rentistas de fortunas en trance de liquidación, aunque la inercia histórica todavía vela los ojos de algunos y les impide percatarse de la decadencia. Madrid, en cambio, es hoy todo lo que Barcelona ha querido ser siempre y no ha logrado jamás: una ciudad internacional.

Ningún espectáculo rivaliza, y eso hay que concedérselo a Ada Colau, con ese momento en el que una partida de estudiantes belgas que han llegado a Barcelona para hacer lo que no se les permite en Moleenbek se topa con una despedida de solteras en bikini de Manchester mientras los rateros acechan a la espera de su oportunidad. Barcelona siempre ha sido una ciudad violenta, pero lo de ahora es regodeo.

En los barrios residenciales, la historia es diferente. Los grafitis brotan como el cordyceps sobre las puertas y las molduras modernistas; los carriles bici se delimitan con contenedores de basura, palitroques de plástico retorcido y bloques de cemento; y las calles se levantan, se vallan y se abandonan abiertas en canal sin que nadie sepa explicar por qué el Ayuntamiento ha agujereado el pavimento con saña hutu para abandonarlo a la intemperie como una tortuga de asfalto bocarriba de la que nadie se volverá a preocupar jamás. En Barcelona, ‘barroco’ viene de ‘barraca’.

Las moles de cemento, que no parecen tener otro objetivo que el de molestar, impiden en algunas calles los giros de los camiones de bomberos. Otras calles obligan a los vehículos a zigzaguear entre gigantescas bolas de demolición desperdigadas como canicas por el asfalto. Las calles se peatonalizan a tramos y sin planificación, ni criterio, ni nada que se le asemeje, y obligan a los barceloneses a dar rodeos de varias manzanas para avanzar veinte metros.

Toda la ciudad parece estar pensada para joderle la vida al ciudadano.

El fin último de esta guerra sin cuartel a la realidad no puede ser otra que la de impedir que los ciudadanos salgan de su barrio, cuando no de su vivienda. Lo que la izquierda pretende conseguir en Madrid con sus guetos a 15 minutos, en Barcelona se logra dándole vía libre a okupas y urbanistas. Son dos caminos distintos para llegar a lo mismo: acabar con una ciudad con siglos de historia.

Los carriles bici son los únicos que permanecen abiertos, incluso en las calles en obras, porque el ciclista es el nuevo aristócrata barcelonés. El urbanita más insufrible jamás inventado por la humanidad sobrevive entre vallas metálicas, nubes de cemento en polvo y calzadas garabateadas con tizas de colores. El ciclista barcelonés es un okupa del espacio público capaz de pedalear feliz por una avenida Diagonal eviscerada como si eso fuera el Faedo de Ciñera.

Hace sólo unas horas, un barcelonés presumía en Twitter del «espacio» que Ada Colau ha «reconquistado a los coches» para que en él puedan «jugar los niños». El espacio reconquistado consistía en media docena de m2 de calzada en un chaflán cualquiera delimitado por cuatro bloques de hormigón y embadurnado de aceite de motor y el destilado que gotea del contenedor de basuras más cercano. El Quijote tenía la excusa de la locura, pero ¿qué clase de hipnosis hace que el barcelonés vea «espacios reconquistados» donde el resto de la humanidad sólo ve suciedad?

A pocos metros de allí, y por pura probabilidad estadística porque los hay a docenas por toda Barcelona, un huerto urbano con los arbustos resecos debe de expirar sepultado por los colchones abandonados de los yonquis. Los barceloneses bajan en masa a plantar perejil cuando se inaugura un nuevo huerto «vecinal», pero luego se olvidan de regarlo, podarlo y limpiarlo, hasta que el solar se convierte en un inmenso arenero para gatos callejeros donde sólo crecen las hipodérmicas. El barcelonés progresista trata su ciudad con el mismo cariño que las termitas el Badminton Cabinet de los Medici.

Esos son hoy los paraísos urbanos del barcelonés medio: parches de suciedad en medio de la dejadez municipal. Esa es la «ciudad habitable y a escala humana» que la izquierda madrileña quiere para Madrid. Que esa «escala humana» sea la de un huerto urbano dice mucho de cuál es el concepto del ciudadano que tiene la izquierda madrileña.

Cuando gobernó Madrid, esa izquierda pintó los pasos de cebra con ripios infantiles como «te comería a versos». Eso es todo lo que queda de ellos. La adolescencia se cura con el tiempo, pero algunos rechazan el tratamiento hasta edades avanzadas, y el resultado es esa amalgama de niños y ancianos que a punto estuvo de acabar con Madrid.

Por suerte, duraron poco. Ahora presumen de superávit cuando lo único que hicieron fue dejar el presupuesto sin ejecutar. Por lo visto, escoger a los Hölderlin de paso de cebra ocupaba por completo su jornada laboral.

Los refugios en Barcelona siguen donde estaban, en los restaurantes. Barcelona no es ya la capital gastronómica de España, en parte por la turra que ha dado la cofradía barcelonesa del morro tortuoso, esa gente que busca en la comida la misma agonía que encontraba en la prosa de Juan Benet, pero algunos restaurantes siguen rivalizando con los de Madrid. El Come de Paco Méndez, por ejemplo, un mexicano con estrella Michelin y un menú de sabores extremos (pero sutiles: es compatible) que sorprendería al más avezado perito en nopales, mezcales y huitlacoches.

O el Brabo de la calle Séneca, un restaurante de brasas para muy carnívoros capaz de conseguir que hasta una col a la leña sepa a cretácico tardío y en el que sólo eché en falta un postre como la Tarta di Rose del Leña de Madrid para quedarme a vivir en él.

Los clásicos callejeros como el Vaso de Oro, con sus madrileñísimos camareros, siguen ahí, resistiendo el huracán de desgana que azota la ciudad, y eso me dice que quizá en el futuro, cuando los barceloneses se vacunen contra la Covid nacionalista y progresista que hoy carcome su vida, Barcelona logre renacer de sus palés.