Rubén Amón-El Confidencial
- El líder de Vox se apropia del cabreo de la calle y capitaliza la indignación social, aunque la suya sea una fórmula política regresiva e inoperante que debería hacer reflexionar a sus votantes
Las huelgas y las manifestaciones son una expresión de la vida democrática. Lo demuestra la ferocidad con que las reprimen las tiranías. Pero una y otra evidencia no implican que los humores de la calle puedan o deban considerarse la democracia en sí misma. Mariano Rajoy, por ejemplo, objetaría que tanto cuentan quienes salen a manifestarse como quienes deciden quedarse en casa. Ya se encargarían las urnas de escarmentarlo en Cataluña, pero aquella era su respuesta posibilista a las grandes movilizaciones del soberanismo, el criterio con que pretendía relativizar el impacto plebiscitario y el hostigamiento intimidatorio de la calle
Y es la calle la gran amenaza —abstracta y concreta— que compromete la legislatura de Sánchez. No le ha funcionado el ardid de identificarla con la extrema derecha. Y sí ha pesado, en cambio, la crisis institucional y de representación democrática que ha forzado el presidente socialista. Suya es la responsabilidad de haber neutralizado el Parlamento, ya que hablamos de cámaras y de órganos representativos. Y de haber contribuido también desde el poder al desprestigio de las fuerzas políticas ‘convencionales’.
Es el contexto en que prospera el anticonvencionalismo de Santiago Abascal, cuyo instinto y populismo le permiten atribuirse la indignación callejera, precisamente porque el líder de Vox lleva puesto un chaleco amarillo debajo de la indumentaria parlamentaria. Por eso le quedan pequeñas las chaquetas. Y, por la misma razón, Abascal ‘representa’ el antisistema y la antipolítica, dos buenas razones para convertirse en la referencia mesiánica de los ciudadanos indignados y cabreados.
Se trata de sabotear las instituciones desde dentro. Podemos lo hizo desde fuera, para luego acomodarse a todos privilegios de la casta
No han encontrado unos y otros representación en los sindicatos fosilizados. Peor aún, el Gobierno ha establecido un criterio discriminatorio que cataloga a los currantes no de acuerdo con su precariedad, sino con arreglo a su posición ideológica, de forma que hay manifestaciones legítimas e ilegítimas.
La calle no es la extrema derecha, decíamos. Pero la extrema derecha sí quiere ‘apropiarse’ la calle. No ya por oportunismo e irresponsabilidad temeraria —los chalecos amarillos perjudican a los demás ciudadanos cuando exageran el chantaje—, sino porque Vox recela de la democracia representativa y hasta del sufragio universal. Lo reconocía el propio Abascal en aquel libro de confesiones que le concedió a Sánchez Dragó, aunque los recelos no contradicen que Abascal haya aprovechado todos los recursos a disposición de la democracia para construir su modelo providencialista.
Un buen ejemplo es el éxito reciente de Castilla y León. Vox abjura de la Constitución en la cuestión nuclear del modelo territorial, pero las reservas no le impiden involucrarse en la vicepresidencia de la Junta, en la presidencia de las Cortes y en el control ejecutivo de tres consejerías. Se trata de sabotear las instituciones desde dentro. Podemos lo hizo desde fuera, rodeando, acosando, el Congreso, para luego acomodarse a todos privilegios de la casta. Pablo Iglesias traicionó a los desheredados y degradó el tótem del referéndum a la aprobación asamblearia de su chalé.
Santiago Abascal no puede repetir el error ni quiere restringir su impacto al fervor de los votantes ultras
Santiago Abascal no puede repetir el error ni quiere restringir su impacto al fervor de los votantes ultras. Lo demuestran la proyección demoscópica de Vox y el argumento editorial que más peso ha adquirido para blanquearlo: ¿es que acaso hay en España cuatro millones de fachas? Que la respuesta sea negativa y que Sánchez y el soberanismo hayan contribuido más que nadie a la polarización no sirven de escondite a la idiosincrasia política de Vox ni a su modelo regresivo y oscurantista. Proliferan los ejemplos y las extravagancias ideológicas, aunque tiene sentido evocar la cumbre ultraderechista que Santiago Abascal organizó el pasado 28 enero en Madrid. Comparecieron Marine Le Pen y Viktor Orbán. Y lo hizo el primer ministro de Polonia, Mateusz Morawiecki.
No es que el aquelarre escenificara únicamente una conspiración antieuropeísta. O que estuvieran invitados los mejores aliados continentales de Putin —Le Pen y Orbán—. Lo que sobrevino fue el consenso de un modelo de sociedad confesional, ultraconservadora, que cuestiona la separación de poderes, que exhibe la musculatura nacionalista, que recela de los grandes consensos sociales —matrimonio gay, violencia de género—, que suscribe un discurso xenófobo y que concibe la UE desde la perspectiva del enemigo.
La pandemia y la guerra de Ucrania han demostrado más y mejor que nunca la idoneidad, la necesidad, del proyecto comunitario, pero Vox ha logrado disimular la eurofobia incorporándose a la marea de la indignación social, no solo para agitarla, sino para intentar liderarla. Y convertirla en una energía política reaccionaria que se nutre del generalizado antisanchismo.
Vox es un partido legal y perfectamente homologado en una democracia, aunque también un agente contaminante de la convivencia, un actor predominante de la crispación política y la expresión folclórica de un modelo incapacitado para responder a las emergencias domésticas y globales. La posición contra las vacunas, la actitud supersticiosa contra el cosmopolitismo y los anatemas frente al cambio climático desnudan un ‘movimiento’ político tan propicio al calentón como desautorizado para las soluciones.
El escarmiento de Iglesias tendría que habernos escarmentado de los fenómenos populistas-providencialistas
La fuerza de Abascal no radica en la vaguedad de las propuestas —no puede gobernarse desde la ideología, la fe y el patrioterismo—, sino en la oportunidad y el oportunismo con que ha capitalizado el cabreo. Que no haya cuatro millones de fachas no sustrae a los votantes de Vox de cuanto implica ponerse —ponernos— en las manos del compadre de Jair Bolsonaro. Y todas las razones que justifican la frustración y la indignación de los españoles en una crisis económica, política y de representación no explican que la solución consista en el ‘justicierismo’ de Abascal.
El escarmiento de Iglesias tendría que habernos escarmentado de los fenómenos populistas-providencialistas. Tampoco hubo entonces cinco millones de ultraizquierdistas, pero el péndulo de la polarización que tanto le gusta manejar a Sánchez —y que se le puede volver en contra de tanto utilizarlo— retrata una sociedad inmadura que ha dejado de creer en la política para hacerse devota de los charlatanes milagreros.