EDITORIAL EL MUNDO – 17/12/16
· La espiral de deslegitimización de los tribunales emprendida por el independentismo catalán tuvo ayer su enésimo capítulo con Carme Forcadell como protagonista de una ópera bufa a caballo entre el bochorno y la irresponsabilidad. La presidenta del Parlament acudió a declarar al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) acusada de desobediencia y prevaricación tras autorizar en julio la votación sobre las conclusiones del denominado «proceso constituyente», que abría la puerta a una vía unilateral hacia la independencia. Forcadell permitió que el Parlament abordara este asunto pese al veto expreso del Tribunal Constitucional y en contra del informe de los letrados de la Cámara. Y si ya resulta muy grave que la máxima autoridad parlamentaria de Cataluña se salte la ley, aún lo es más cuando trata de camuflar su desobediencia con el peregrino argumento de que el Pleno tenía derecho «a debatir sobre la independencia».
Esta afirmación, además de pueril y demagógica, resulta falaz. Primero, porque el debate en la asamblea catalana está monopolizado por la independencia desde hace cinco años, lo que hace ridículo levantar la voz sobre una supuesta agresión a la libertad de expresión. Y, segundo, porque Forcadell no está investigada por permitir un debate parlamentario, sino por desobedecer un fallo judicial. De ahí que resulte sonrojante que, en lugar de limitarse a responder ante el tribunal, se dedicara a buscar subterfugios para justificar su conducta. No sólo acusó al Estado de «utilizar el poder judicial» para intentar que la Cámara catalana «se autocensure», sino que advirtió de que una eventual inhabilitación de su cargo sería «un gran ataque a la democracia».
Las palabras de Forcadell se enmarcan en la estrategia frentista del soberanismo de presentar las acciones de su hoja de ruta como un choque de legitimidades entre España y Cataluña. Se trata de una falsedad palmaria. Porque es la Generalitat la que ha exhibido una desobediencia contumaz a la hora de cumplir sentencias de los diferentes tribunales –por ejemplo, en materias tan sensibles como la lengua–. Y porque es el Gobierno catalán el que se empeña en promover una senda separatista que desborda los límites fijados en la Constitución. La Carta Magna señala al conjunto del pueblo español como depositario de la soberanía nacional. En consecuencia, a nadie se le juzga «por poner las urnas en la calle» o dejar a los parlamentarios «debatir sobre independencia», sino por violar la ley.
En su declaración de ayer, tal como ocurrió en ocasiones anteriores con otros líderes soberanistas, Forcadell estuvo arropada por la plana mayor del independentismo y por el presidente de la Generalitat. Ante cientos de seguidores y delante de las cámaras de TV3 –que realizó un despliegue especial– la presidenta del Parlament fue aclamada como una víctima de la Justicia. Desde luego, fue una exhibición de uniformidad –en contraste con la pluralidad de la sociedad catalana–, pero también un ejercicio de agitación y propaganda inadmisible en dirigentes responsables. Tal comportamiento permite certificar la extraordinaria gravedad de la deriva de la política catalana. Las consecuencias de ello son imprevisibles. Pero, en cualquier caso, exige unidad política y firmeza institucional.
El portavoz del Gobierno recordó que nadie puede tener carta blanca para desobedecer la ley, mientras PP, Ciudadanos y PSC criticaron la romería en la que el soberanismo convirtió la declaración de Forcadell. Pero la reacción más preocupante volvió a ser la de la izquierda, que sigue lastrada por su tacticismo y ambigüedad. Pablo Iglesias aseguró que le «avergüenza como español y demócrata» que se juzgue a Forcadell. Y la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, no acudió ayer a apoyar a Forcadell a las puertas del TSJC, pero sí ha confirmado su asistencia a la cumbre de partidos que el soberanismo tiene previsto celebrar para relanzar su quimérico proyecto.
A estas alturas ya no sorprende la huida hacia adelante de las fuerzas separatistas, ni siquiera de la extinta Convergència. Lo que sí resulta preocupante, a la vez que extraordinariamente negativo para cohesionar la respuesta del Estado ante del desafío soberanista, es el papel de tontos útiles al que Podemos y su confluencia catalana parecen decididos a prestarse. Porque lo que está en juego ante el reto soberanista no son las libertades ni la calidad de la democracia española, tal como torticeramente arguyen los líderes independentistas, sino la garantía de la cohesión nacional y la igualdad de los españoles.
EDITORIAL EL MUNDO – 17/12/16