FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÏS

  • Las Cámaras están quedando reducidas a meras instancias de decisión, más que de deliberación o debate

De la crisis del parlamentarismo se viene hablando al menos desde Donoso Cortés, pasando por Carl Schmitt y hasta el actual momento populista. Pero ahí sigue, sobreviviendo con su mala salud de hierro. Las noticias sobre su fallecimiento son, desde luego, exageradas. Sin embargo, los síntomas que ahora se aprecian deberían ser motivo de preocupación. Hemos bajado ya tanto las expectativas que apenas nos sorprenden espectáculos como los del pasado miércoles con motivo de la triunfalista presentación gubernamental del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia en el Congreso. Para empezar, porque Sánchez ya lo había hecho público con anterioridad en una comparecencia ante los medios.

La primicia fue para los medios, no para el Legislativo. Quizá porque hoy se gobierna para ellos; las Cámaras quedan reducidas cada vez más a meras instancias de decisión más que de deliberación y debate. Y para qué hablar de su función de control, un simulacro donde (casi) siempre ocurre lo mismo. “Controlar”, que presupone el examen de algo con atención, equivale ahora a “descalificar”, a la desautorización pura y dura. No de aquello que se somete a comprobación, sino del examinado y del examinante. Es decir, que cada vez escasean más los argumentos ad rem y abundan las referencias ad personam.

En el caso del Plan aludido, para nuestra oposición importaba más la descalificación de Sánchez que debatir el contenido del proyecto, con lo cual ya no es preciso contra-argumentar, basta con contra-descalificar. Y al final el ciudadano se queda tan desorientado o más que antes del supuesto debate. Otra ocasión perdida para poder reflexionar conjuntamente sobre algo en lo que tanto nos jugamos.

Con todo, no hay que rasgarse (demasiado) las vestiduras o añorar tiempos pasados. Es lógico que una institución decimonónica tenga difícil su adaptación a la democracia digital. Supo amoldarse bastante bien a la radio y la televisión, pero está por ver si conseguirá sobrevivir a las redes. Sus tempos y sus lógicas son en gran medida contradictorias y los están colocando en rumbo de colisión. Por eso ya no hay buenos parlamentarios, en el sentido clásico del término. Ahora se exigen otro tipo de habilidades, aquellas que sintonizan más eficazmente con las pautas de la comunicación dominante. La fuerza del mejor argumento se sustituye por la intensidad de las pasiones, por el zasca, la burda provocación o la intensificación de actitudes polarizantes. El ciberespacio se traslada al hemiciclo y escenifica allí toda su fanfarria.

Como todavía ocurre en el británico, el Parlamento siempre fue un lugar de ruido, ironías, voces disonantes y falacias argumentales. La teatralización fue una de sus señas de identidad. Pero había chispa e inteligencia y, sobre todo, respeto mutuo y conciencia plena de constituir la sede central de la democracia. Hoy da la impresión de ser el engorroso lugar donde pasar el trámite de la aprobación de leyes, o donde representar lo que mejor sintonice con los humores de las redes. No ejemplariza buscando contrarrestarlos con otra política más argumentativa y responsable. Ha preferido convertirse en su caja de resonancia más solemne. Lo que aún ignoramos es cómo vaya a afectar esto a la democracia.