Ignacio Varela-El Confidencial
- Este episodio descabellado deja un poso irreparable de desconfianza mutua entre quien dirige el poder ejecutivo y quienes se dedican profesionalmente a preservar la seguridad de todos
De todas las cosas indignas que Pedro Sánchez ha hecho desde que el poder cayó en sus manos, quizás una de las más indignas —y con toda seguridad, de las más peligrosas— es decapitar en la plaza pública a la jefa de los servicios de información del Estado, promoviendo previamente una operación de descrédito masivo de esos servicios. Es peligroso para la seguridad nacional, por supuesto; pero también para el propio ejecutor, porque no suele ser buena idea que un gobernante delate y humille a sus propios espías.
Este episodio descabellado —perpetrado de principio a fin en el despacho presidencial— deja un poso irreparable de desconfianza mutua entre quien dirige el poder ejecutivo y quienes se dedican profesionalmente a preservar la seguridad de todos. Ni Sánchez podrá volver a confiar en los componentes del CNI tras agraviarlos mortalmente, ni estos se fiarán jamás de un presidente que les ha demostrado la extensión de su deslealtad. Hace falta estar muy desesperado políticamente para exponerse y exponernos de esa manera; o quizá, tener malignamente alterada la percepción de las prioridades.
Lo malo es que este zafarrancho lo ha contemplado el mundo entero y todos, los amigos tanto como los enemigos, han extraído las conclusiones pertinentes. Cualquiera que fuera el impulso subjetivo que llevó a Sánchez a introducirse en este jardín, su consecuencia objetiva es una brecha grave en la fiabilidad de España. No apetece compartir información sensible con un país cuyo Gobierno maltrata públicamente a sus servicios de Inteligencia, exhibe las operaciones de espionaje (las que realiza y las que padece) y subordina la seguridad del Estado al comercio parlamentario entre el partido gobernante y sus muy sospechosos compañeros de viaje.
Nunca debimos enterarnos de que una potencia extranjera presuntamente amiga (si se trata de la que todos presentimos) había tomado el control de los teléfonos del presidente del Gobierno español y de sus ministros de Interior y Defensa. Ese es un accidente que puede ocurrirle a cualquiera, especialmente si el responsable de que no suceda (que no es el CNI) tiende a la negligencia. Lo que no puede suceder es que aquel a quien le hicieron el agujero se lo cuente al mundo en una rueda de prensa surrealista, de tal forma que el agresor se lleva dos triunfos: la información que robó y la confesión pública de la vulnerabilidad del robado.
Tampoco debió la Moncloa reaccionar histéricamente ante una grosera operación propagandística ideada por Puigdemont, pero aprovechada por ERC para repetir por enésima vez la jugada de chantajear a Sánchez con cualquier pretexto, amenazándole con retirarle sus preciosos 13 votos de plata en el Congreso. Habría bastado con confirmar con sobriedad que, efectivamente, el CNI consideró conveniente en su día solicitar autorización judicial para vigilar a quienes esos días incendiaban las calles y saboteaban infraestructuras —y a quienes los patrocinaban desde la sombra—, con lo que el organismo no hizo sino cumplir la tarea que la ley le atribuye. Que un par de ladridos de Rufián y de bravatas del telepredicador Iglesias siembren el pánico en el Consejo de Ministros es sencillamente grotesco. Sobre todo, porque no es la primera vez ni será la última. Al revés, cada vez que la baladronada les sale bien —y ya van unas cuantas— se animan a repetirla cada vez con más frecuencia. Como dijo Adenauer, el método infalible de conciliar a un tigre es dejar que te devore. Otra cosa es que hayas metido al tigre en tu cama, pero eso hay que pensarlo antes.
No fue el Gobierno quien derrotó el golpe institucional de octubre en Cataluña. Al revés, aquel Gobierno de Rajoy (con Soraya al frente del CNI) fracasó con estrépito y hubo que activar todos los demás resortes del Estado para sofocar la insurrección. Los secesionistas aprendieron la lección: habían confundido la debilidad del Gobierno con la del Estado, y se juramentaron para tener paciencia y no repetir el error. Para conseguir que exista algún día un Estado independiente en Cataluña, previamente hay que llevar el Estado español a un punto de máxima debilidad, desactivando uno por uno sus instrumentos de autodefensa. Lo que no esperaban era encontrar un cómplice en el mismo corazón del Estado cuya extinción pretenden.
Toda la estrategia de los nacionalistas desde que ayudaron a Sánchez a llegar al poder consiste en construir un sólido espacio de impunidad extrajurídica que les garantice el éxito cuando llegue el día de una nueva DUI. Ellos no pueden por sí mismos desarmar el Estado español, pero sí pueden exigir a Sánchez que lo haga si desea permanecer en la Moncloa con sus votos. Este les ha demostrado que el negocio le interesa.
Lo ocurrido con el CNI es un episodio más en un proceso de debilitamiento progresivo de las instituciones encargadas de asegurar la integridad constitucional y el imperio de la ley. En todos los casos se interpone en su trabajo una advertencia disuasoria. Para eso han echado a Paz Esteban. A partir de ahora, los directivos del CNI y sus agentes ya saben que cualquier actuación que tenga que ver con la subversión secesionista en Cataluña puede terminar con sus cabezas rodando por el suelo si alguien en la Moncloa siente que hace peligrar la armonía con los socios, prioridad número uno por encima de cualquier criterio de seguridad nacional.
Antes recibieron la advertencia (“yo que tú no lo haría, forastero”) los fiscales, los magistrados, los abogados del Estado, el delegado del Gobierno en Cataluña, los policías y guardias civiles que permanecen allí, recluidos para que se les vea lo menos posible, los alcaldes socialistas y los diputados en el Parlament, la presidenta del Congreso y el del Senado, los embajadores de España, los barones territoriales del PSOE, la ministra de Defensa (el del Interior lo adivinó desde que lo contrataron) y, por supuesto, el Rey de España. Y si alguien se olvida o se despista, Rufián desde la tribuna y los editorialistas del oficialismo se encargan de recordárselo.
Como diría José María García, la diferencia entre Paz Esteban y Pedro Sánchez es que una vive para servir al Estado y el otro para servirse de él. En cuanto al papel de Margarita en esta farsa, si eso, ya lo explicamos otro día.