- El presidente Sánchez ha convertido aquella flauta dulce de su niñez en la flauta de Bartolo, con un agujero solo. Lleva años tocando la misma melodía, monótona pero pulcra y afinada para los suyos, con la que consigue atontarlos mientras él decide hacia dónde van.
Hubo una vez un niño que aprendió a tocar la flauta dulce en un colegio privado de Chamartín llamado Santa Cristina.
Una anécdota menor, casi entrañable, si no fuera porque él mismo decidió desterrarla de su biografía, a pesar de que ahí podemos encontrar la raíz y el instrumento del cinismo que ha caracterizado el mandato de Pedro Sánchez.
El chico que se educó en un colegio de pago y que más tarde estudió, se doctoró e incluso dio clase en una universidad privada; el padre que ha matriculado a su hija en otro “chiringuito educativo” similar; el líder rodeado de ministros que han hecho lo mismo; el presidente de un gobierno que utiliza hospitales concertados mientras predica la pureza de lo público…
Ese hombre es el que, en sede parlamentaria, acusó a la oposición hace pocos días de mercantilizar la educación y la sanidad cual encendido profeta de discurso flamígero.
En esa intervención, me di cuenta de que no era el eco de aquella flauta dulce lo que resonaba de fondo: era más bien la flauta de Bartolo, la que tiene un agujero solo y siempre suena igual.
Un instrumento simple, infantil, limitado, pero útil para aprender a seguir una melodía única, repetida hasta el agotamiento, que no es otra que la mentira.
Esa ha sido la nota persistente que atraviesa estos últimos siete años, una especie de ruido blanco para anular el clamor real del país. Un sonido monocorde capaz de narcotizar a quien aún quiera creérselo.
Pero que ya no tapa nada.
Porque mientras el presidente Sánchez soplaba con furia esa única nota moralizante en el Congreso, la UCO ultimaba la apertura de otro dossier devastador, que mostraba de forma inequívoca la estructura de corrupción instalada en el corazón del PSOE, encarnado en quien durante años ha sido mano derecha del presidente y su negociador en la sombra.
Su operador leal, Santos Cerdán.
El informe retrata una trama sostenida de adjudicaciones a Acciona mordisqueada de comisiones a Servinabar, la empresa participada al 45% por Cerdán. Para él y su familia (ay, la inefable Paqui), pagos de alquiler, vacaciones, compras de lujo y restaurantes costeados con dinero procedente de ese circuito; empleos simulados para su esposa; transferencias dudosas desde cooperativas vinculadas y conversaciones que revelan un modo de vida financiado no por casualidad sino por connivencia.
Corrupción articulada, no accidental. Un sistema que prosperaba mientras el flautista mantenía distraído al público con su eterna nota acusatoria.
Pero, cuando el país entero digería con dificultad estos nuevos detalles, la otra gran pieza colapsaba: el fiscal general del Estado era condenado por el Supremo a dos años de inhabilitación y a una multa de 7.200 euros por un delito de revelación de datos reservados.
Una sentencia inédita en nuestra democracia, demoledora para la credibilidad institucional, pero sobre todo políticamente explosiva por una razón evidente. Este fiscal general fue nombrado, respaldado y defendido por Pedro Sánchez incluso cuando las evidencias de su conducta ya estaban bajo sospecha.
Y ahora, con la condena firme, la responsabilidad política vuelve a su origen. Quien lo sostuvo debe asumirlo.
El fiscal general, Álvaro García Ortiz, durante su declaración en el Supremo. EFE
Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado, hizo del bochorno una rutina, del conflicto de interés un reglamento y de la sumisión una técnica de supervivencia. Su función real no era arbitrar nada; era apuntalar la versión oficial del flautista mayor del reino, incluso cuando la partitura se deshacía entre sus manos.
Con todo, lo más corrosivo no ha sido la degradación técnica del Ministerio Fiscal, sino la absoluta falta de pudor con la que el presidente del gobierno de España decidió convertir la institución en un instrumento de vendetta política contra la que ha sido su némesis, Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid.
Y Álvaro García Ortiz aceptó, como parte del sueldo y el cargo, ser esa herramienta.
La prensa internacional ha sido unánime y demoledora haciendo esta lectura del caso. Esa y no otra ha sido la razón de la condena que nos avergüenza como Estado de derecho y que nos alivia como ciudadanos desesperados.
La versión gore del cuento de Hamelin que la era Sánchez pretendió instalar en España ha quedado patas arriba y con las tripas fuera. Los ratones no éramos los ciudadanos hipnotizados, sino los miembros de la banda que acompañaba al flautista mientras avanzaban alegres hacia el barranco, convencidos de que el sonsonete evitaría in aeternum la caída.
Pero el engaño no puede durar siempre, ni alcanzar a todos todo el tiempo.
Y esa tonada, por fin, ha dejado de sonar.
La conclusión no es ornamental, es inevitable. No basta con purgar el escándalo o mover piezas menores. Lo que exige este momento es una ruptura.
Durante el juicio al fiscal general del Estado, el presidente Sánchez se comprometió públicamente con su inocencia, haciendo suyo su destino. Ahora debe asumir las consecuencias políticas de ese pacto roto.
No puede esquivar la responsabilidad política de que haya sido declarado culpable por el más alto tribunal penal de un delito que no es un error técnico, sino una operación de “guerra sucia” diseñada para manipular el relato y favorecer intereses concretos.
Este gran fracaso gubernamental es la primera gran explosión en un camino repleto de minas en forma de nuevos juicios que afectan al entorno inmediato de Sánchez.
No podemos descartar que las maniobras al estilo ‘loco Iván’ se multipliquen. Incluso que veamos a Félix Bolaños, el ministro contrito, nombrado nuevo fiscal general del Estado.
Pero ya no hay gesto simbólico que valga si no va acompañado de una dimisión inmediata del presidente Sánchez y una convocatoria de elecciones.
No se trata sólo de regenerar instituciones, sino de restaurar la credibilidad del Estado.
La única forma de avanzar es dejar que los ciudadanos decidan. Eso es lo verdaderamente urgente. Caminar por convicción propia, sin necesidad de flautas ni flautistas, recuperar el rumbo sin necesidad de un encantador que prometa saberlo todo, verlo todo, controlarlo todo.
Escoger el camino que queremos ahora que, por fin, hemos dejado de escuchar esa música.