Ignacio Varela-El Confidencial
- Con estos partidos, la Constitución habría perecido en el tumulto, España no habría entrado en Europa, el Estado de las autonomías sería una quimera y no se habría podido construir un estado de bienestar
“Como en España hay un montón de cosas que no se pueden hacer sin acuerdo y no hay posibilidad de acuerdo, las cosas más importantes las estamos dejando a un lado, y tenemos el desván abarrotado de cosas importantes que no vamos a acometer porque necesitan acuerdos y no sabemos llegar a acuerdos. Por eso todas las cuestiones de fondo se descartan, simplemente porque no se pueden abordar. Eso produce una gran fatiga”.
Con esas palabras anunció Iñaki Gabilondo hace unos días su retirada definitiva de la radio. El motivo del abandono no es principalmente el desgaste de la edad. Es una retirada por fatiga ciudadana, por impotencia y por hastío. Como la de tantos otros.
El diagnóstico de Gabilondo no puede ser más certero, salvo por una palabra. Si estos dirigentes saben o no llegar a acuerdos es una incógnita, porque ni siquiera lo han intentado seriamente. El mal es anterior, es que no quieren. En la España actual, la ausencia de acuerdos (más allá de los que se cocinan en el interior de los bloques enfrentados) es una condición preliminar. Es el principio estratégico sobre el que funciona la competencia política desde 2015. No un fracaso, sino un acto de voluntad; realmente, lo único que comparten los mandarines del bibloquismo.
El drama es que este método de funcionamiento choca frontalmente con la lógica del sistema que creó la Constitución de 1978. Por razones históricas muy comprensibles relacionadas con los lamentables siglos XIX y XX en España, los constituyentes de la democracia diseñaron un sistema político e institucional en el que todos los cambios de fondo y estructurales exigen alguna clase de consenso transversal entre las principales fuerzas políticas y una buena dosis de lealtad institucional.
Cuando el espacio central (que no centrista) se destruye a conciencia para poner el país en manos de fuerzas extremistas y genéticamente confrontativas, cuando los acuerdos se delatan como traiciones y todo se traduce en una guerra de posiciones en la que solo importa lo tribal y lo centrífugo se impone sobre lo centrípeto, el sistema entero colapsa y sucede lo que denuncia Gabilondo: que todo lo importante se amontona en el desván de las tareas inabordables para que podamos seguir peleando sobre lo fútil.
La lógica del bibloquismo plantea un conflicto esencial con la lógica de la Constitución, y en esa pugna ambos se hacen ineficientes
Politólogos, juristas y tertulianos pueden debatir eternamente sobre la conveniencia de actualizar algunas partes de la Constitución. El debate es tan interesante como estéril, porque resulta metafísicamente imposible que una reforma prospere por muy justificada que esté. Lo mismo pasa con el problema de Cataluña, el sistema electoral, el método de renovación de los órganos constitucionales, las pensiones, el modelo de relaciones laborales, la reforma fiscal, la transición energética, la financiación autonómica o el imprescindible pacto educativo (podrían llenarse varias columnas enumerando todo lo que, siendo inaplazable, no se está haciendo ni se hará). Por no hablar de los dos mayores desafíos de nuestro tiempo, la crisis demográfica y el suicidio climático. La lógica del bibloquismo plantea un conflicto esencial con la lógica de la Constitución, y en esa pugna ambos se hacen radicalmente ineficientes y conducen el país a la molicie. El impulso reformista ha quedado agostado en España por la voluntad de su clase dirigente.
Con estos partidos y este Parlamento, la Constitución habría perecido en el tumulto, España no habría entrado en Europa —ni después en el euro—, el Estado de las autonomías sería una quimera y no se habría podido construir un estado de bienestar. Todo eso y muchas cosas más pasaron obligatoriamente por la aduana del acuerdo político, hoy desterrado.
En términos institucionales, la primera y principal víctima del colapso (que afecta a todos los ámbitos del Estado y se contagia a la sociedad) es el Parlamento, porque allí se depositaron el corazón y el motor de nuestra democracia. Desde 2015, el Parlamento español fracasa reiteradamente en todas sus funciones primordiales. No es capaz de elegir gobiernos estables: hay que repetir las elecciones tras varias investiduras fallidas y, finalmente, engendra ejecutivos minoritarios sostenidos por coaliciones excéntricas y aberrantes. La producción legislativa de los últimos cinco años es misérrima; de hecho, el procedimiento legislativo ordinario ha quedado arrumbado y suplantado por los expeditivos decretos-leyes gubernamentales. El control parlamentario del Gobierno se ha convertido en un adefesio de ficción. Cada miércoles por la mañana, el hemiciclo se inunda de chapapote fétido y hay que mantener a los niños apartados de la televisión. Estaríamos mejor sin ellos.
Al Parlamento se le encomendó una cuarta función trascendental, la de proveer la renovación, mediante mayorías cualificadas, de los órganos que hacen posible el funcionamiento de la Justicia. Una vez más, el debate teórico de las ventajas de ese método de elección parlamentaria sobre uno más corporativo o a la inversa es tan interesante como inútil, porque todos sabemos que no es eso lo que aquí se solventa. Cualquier método de elección tiene que pasar la prueba empírica de su aplicación práctica. Si esta (in)cultura partidaria y este Parlamento son contumazmente incapaces de cumplir la tarea —y han demostrado sobradamente que lo son—, los argumentos doctrinales devienen irrelevantes.
La democracia parlamentaria solo funciona en la medida en que lo hace el Parlamento, y el nuestro dejó de hacerlo hace tiempo, sin que exista una expectativa razonable de que la avería se repare en un futuro próximo. Todo lo que se puede esperar es que la derecha y la izquierda intercambien sus papeles y, si gana Casado, la polarización se invierta. ¿O alguien ve a esta izquierda dialogando lealmente con un Gobierno del PP sostenido por Vox?
Los debates en el Parlamento son de un nivel ínfimo desde hace años. Porque también lo es la estatura intelectual de sus protagonistas y porque a nadie le interesa que sean de otra forma. En el proceso de selección regresiva de la especie que ha padecido la política española, los principales partidos exterminan sistemáticamente cualquier asomo de talento y pluralidad en sus propias filas. Con lo que Sánchez y Casado tienen fuera del Parlamento, podrían formarse varios consejos de ministros de buen nivel. Con lo que han dejado dentro, lo tienen peliagudo. Qué decir de las purgas de Iglesias y Rivera en sus flamantes nuevos partidos, convertidos prematuramente en páramos de burócratas mediocres y, eso sí, obedientes.
El Gobierno hiperprogresista de Sánchez será el menos transformador de todos los que ha tenido la democracia
Los presidentes de ambas Cámaras son inertes figuras decorativas a quienes ni se les ocurre asumir un papel proactivo que pueda incomodar al jefe. De vez en cuando, echan a uno de Vox y ello les basta para aparentar un gramo de autoridad. En el Congreso, hay 14 partidos de ámbito territorial, mientras el Senado, la supuesta Cámara territorial, es el paraíso de los grandes partidos nacionales, que lo usan únicamente para sus necesidades de desagüe de personal.
El Gobierno hiperprogresista de Sánchez será el menos transformador de todos los que ha tenido la democracia, incluyendo los de Suárez, los del PSOE y los del PP. El propio Sánchez inoculó la sustancia paralizante: la cultura del ‘noesnoísmo’ y de las coaliciones negativas, inventada por él y adquirida por socios y rivales, puede dar réditos electorales, pero condena España al marasmo.
Tiene razón Arcadi Espada en que la Ilustración ha sido extirpada de la política española y sus devotos convertidos en ‘homeless’. Por eso se va Iñaki Gabilondo, ilustrado donde los haya; y en su propia casa, antiguamente prestigiosa y hoy bastión grosero del oficialismo sanchista, lo celebran secretamente. Uno menos.