IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La convocatoria de generales en verano es el último espasmo de un gobernante sobrepasado por la incapacidad para entender sus descalabros

Esta legislatura comenzó con un descomunal bandazo -el pacto con Podemos tantas veces negado-, siguió con un engaño de Estado -la gestión de la pandemia-, se sostuvo en una continua anomalía política e institucional -indultos a golpistas, asalto a la Justicia, leyes fallidas, terroristas blanqueados como socios parlamentarios- y era lógico que terminase con un giro extraño, una de esas rarezas que han sido santo y seña de todo el mandato. Elecciones en pleno verano. El último espasmo, el órdago a la desesperada de un gobernante sobrepasado por la incapacidad de entender y aceptar las causas de su fracaso. A base de propaganda, Sánchez ha extendido en numerosos sectores de opinión pública una infundada reputación de infalibilidad, de genio táctico, de resistente audaz, de hábil gestor de tiempos y de eficaz constructor de relatos. Un bulo más que se corresponde mal con la demoledora evidencia de seis comicios perdidos en tres años. Y ahora ha dado en pensar, quizá inspirado por esa legión de gurús susurradores de La Moncloa u otros coleccionistas de descalabros, que una convocatoria en julio acaso pille desmovilizados a los adversarios. La estrategia del caos como recurso para intentar salir del marasmo con un Gabinete roto, unos votantes en desbandada y un partido desarticulado.

La anomalía ha ido hasta el final con el anuncio de disolución de las Cortes antes de la preceptiva ‘deliberación’ -es un decir- del Consejo de Ministros. De nuevo el hábito característico de arrollar mecanismos legales y faltar el respeto a los procedimientos establecidos. Otra muestra de un liderazgo concebido y ejecutado a golpe de puro personalismo a partir de una noción del poder como privilegio omnímodo. Así es el personaje y así será hasta que concluya -no necesariamente en julio- su trayectoria de aventurero compulsivo: una mezcla imprevisible de autoconfianza narcisista, improvisación, osadía y efectismo. Alguien que sólo podía reaccionar ante su responsabilidad en la catástrofe del domingo con una traca de fuegos de artificio y un truco ventajista de prestidigitador con el orgullo herido. Un último resquicio por el que evadirse del pronóstico inequívoco de fin de ciclo.

El movimiento hay que interpretarlo en clave de escapatoria: tocata y fuga como respuesta a la certidumbre de una aplastante derrota. Tiene cierto sentido en la medida que corre una inmediata cortina de humo sobre la sensación perdedora de una izquierda desconcertada y desmoralizada por la barrida histórica, al tiempo que le permite recobrar la apariencia de iniciativa e impedir que el rival se agrande en la euforia. Era eso o esperar como un ‘lame duck’, un pato cojo, el declive lento, el desgaste abrasivo y la atmósfera ruinosa de una legislatura en consunción sin otro refugio que la efímera aureola de anfitrión de turno en las cumbres de líderes de Europa. El factor sorpresa le permite simular una relativa capacidad de maniobra cuando sus errores lo han dejado sin más alternativa que una huida hacia adelante en defensa propia. Y anticiparse de paso a la eventualidad remota de que entre sus escocidas filas brote alguna intriga sucesoria.

Por supuesto, el eje de la campaña gubernamental será la ‘alerta antifascista’, en la práctica el único argumento que proporciona al sanchismo y sus adláteres una mínima cohesión política. La foto de Colón, ahora reducida por desaparición de uno de sus protagonistas, en el centro de una estrategia que hasta el momento no ha funcionado pero en la que el presidente cifra la expectativa optimista de aprovechar las negociaciones -que presumiblemente Feijóo dilatará todo lo posible– entre el PP y Vox en la media docena de autonomías donde ambas fuerzas se han erigido en alternativa. El efecto ya comprobado en Andalucía y en Madrid fue la concentración del voto en los candidatos populares hasta alzarlos con la mayoría, aunque nunca es descartable que a la tercera pueda sobrevenir la vencida. En el empeño no faltará, desde luego, la ayuda intensiva de la incansable maquinaria propagandística.

Con la agitación de esa amenaza fantasma, Sánchez espera reunir el respaldo de un electorado anclado en la dialéctica de bandos. Pese a sus persistentes batacazos, siempre ha logrado mantener un suelo aceptablemente alto gracias a la construcción de un espacio muy polarizado cuyo sufragio se mueve dentro de un bloque estanco, cerrado, donde los trasvases en dirección externa resultan muy escasos. Acostumbrado a no contemplar otro escenario que la continua tensión electoral, sabe que en esa clase de duelos existe un decisivo componente matemático que penaliza la dispersión, refuerza la unidad y otorga a la primera fuerza un plus de escaños. Y que, de hecho, la principal explicación de que el PP lo haya adelantado es la absorción de la masa crítica procedente de Ciudadanos. El hundimiento de Podemos y la inconsistencia de Sumar favorecen un marco en el que PSOE se ofrezca como única garantía de resistencia de la coalición tras el desplome del resto de aliados. Lo que se le ha olvidado en ese cálculo plebiscitario es preguntarse por su propia idoneidad como candidato.

En teoría, y a salvo de ese ‘detalle’, se trata de un análisis más o menos correcto de unas circunstancias que se han vuelto aciagas para el futuro del Ejecutivo y la estabilidad de sus alianzas. El problema es que el diagnóstico elude la verdadera falla estructural de una caída tan pronunciada, y que no es otra que el desanclaje de la realidad, la lectura equivocada de las prioridades sociales a la luz de una ideología dogmática. El sedicente ‘progresismo’ ha ignorado una serie de diáfanas señales de alarma en la convicción arrogante de que podía hacer lo que le diese la gana -desde mentir a mansalva hasta promulgar leyes arbitrarias de consecuencias nefastas, pasando por normalizar sin remilgos a los albaceas del legado etarra- sin que pasara nada. Y de repente ha sucedido que esa realidad preterida se ha tomado la revancha contra el pretencioso designio de ignorarla desde un sentimiento de superioridad moral injustificada. Y es probable que vuelva a hacerlo de una manera contundente y drástica.

Probable no significa inevitable. La oposición cometerá un error grave si se emborracha de éxito y da en creer que su trabajo está hecho. Se va a enfrentar en un contexto nuevo a un dirigente dispuesto a desafiar su propio descrédito y experto en alterar a su conveniencia las reglas de juego. Existe la posibilidad verosímil de que el terremoto del día 28 haya satisfecho a una parte de los votantes descontentos con el Gobierno y de que la perspectiva vacacional, el relajo veraniego, los disuada de rematar el esfuerzo. Y falta por poner en pie el elemento esencial del vuelco: un proyecto de regeneración para un país envuelto en una crisis de rango institucional, económico, político y ético. Un modelo que encauce la pulsión de cambio desterrando la (i)lógica del enfrentamiento y retomando la idea de España como ámbito de convivencia y acuerdo. No sobra tiempo.