JOSÉ IGNACIO CALLEJA-EL CORREO
En una democracia normal, esto no pasaría. En otro país, esto no lo admitirían». No lo sé. Confío en que lo dice gente que conoce a fondo otras sociedades. Hay que cuidarse de esas comparaciones. Hace unos días dimitió en pleno el Gobierno danés por una mala y larga aplicación de la ley de asistencia social a familias vulnerables. La mayoría de los casos, migrantes, y el responsable de todo, el Ministerio de lo Social y el Gobierno en pleno. Al final, los jueces han dicho que es injusto y se acabó. ¿Qué hubiera pasado aquí en un caso similar? Probablemente no dimitiría un Gobierno. Lo pagarían algunos cargos intermedios que pronto hallarían acomodo en alguna empresa pública. Es posible. Pero con las mismas, y ha sido de ciencia ficción, Donald Trump se ha ido de la Casa Blanca a la fuerza y todavía, la víspera, alentó una movilización con todas las características de un golpe de Estado; televisado, al asalto del Parlamento, aupado por el presidente en salida y con mensajes cómplices que auguraban su detención. Son dos polos que marcan el territorio público en que hoy nos movemos y los dos representan eso que llamamos países normales con democracias normales. Y presumo que no pasará mucho tiempo antes de ver un cambio de papeles entre estos estados y otros que nos imaginamos.
Sobre este tejido de hechos tan enredado surgen análisis muy profundos. No iré tan lejos. No pocos y sabios ya hablan de un cambio de época, de una nueva era que se ha iniciado con la pandemia, que el siglo XXI es ahora cuando acaba de empezar. Y es verdad, entramos en una nueva era, de esto sí que estoy convencido. La pandemia está durando más de lo previsto y sus efectos sanitarios, emocionales y económicos son demoledores; y lo son tanto por lo vivido como por lo que se adivina. Se extiende la intuición de que, por más que la vacuna traiga esperanza, no hemos de olvidar que estamos en el alambre como un funambulista. Si al principio, allá por marzo del pasado año, solo los más optimistas, admirables siempre, daban por descontado el cambio del mundo, ahora somos muchos más los que vemos que no habrá elección.
El mundo va a cambiar porque detrás de esta pandemia vienen otras de varios modos entrevistas; con otros virus o como emergencia climática, pero es claro que nos vamos a tener que sentar a una y ver cómo acordamos unos mínimos en el cambio de era. Cuánta gente tiene que morir todavía para plantearnos lo justo en claves muy profundas de la organización social, como el poder, los mercados, los valores y las leyes, no lo sé, pero que viene y hay que aceptarlo, sin duda. No va a ser en un día. Si algo me anima es la lectura de aquellos que, previendo esto que digo, lo sitúan en un proceso social lento, con idas y venidas, de ningún modo cerrado o, por fuerza, con la mesa patas arriba.
Habrá ganadores y perdedores, y habrá quienes pierdan la vida. Nadie los matará. Será el virus, será el hambre, será el mar, será el calor y la sed. Esto no es una guerra entre dos bandos, ni siquiera entre el virus y nosotros, esto todavía es una lucha sin cuartel por vencer al virus sin cambiar el modo de vida de los más protegidos y capitalizados. Pero en esta segunda intención es evidente que cristaliza un conflicto de intereses que no puede aguantarse y durar.
Lo que pasa nos afecta a todos, pero no a todos por igual; somos profundamente interdependientes en este ecosistema global integrado y, por tanto, nadie se salva solo; suena bien, pero hay que ser claros: eso no significa que se vaya a salvar con todos. Esta es la cuestión, que la buena política lo haga y la ética compartida lo muestre exigible. Con todos. No es fácil. El cambio del mundo a mejor, incluso en un cambio de era, sigue contando con salidas de desigualdad estructural. El reparto de vacunas en el mundo y la intervención del dinero para salvar esta situación de endeudamiento general es una muestra evidente. Por eso es tan importante que las fuerzas humanistas, también las religiones, activen más y más la moral de la humanidad de los iguales en derechos y deberes, y muestren una disposición más generosa a ser samaritanas y exigir leyes justas. Personas, instituciones, planes, valores y bienes han de ser pensados bajo el estado de necesidad de los más débiles y empobrecidos del mundo. Y una dificultad añadida: prima una actitud de larga adolescencia que nos está caracterizando a los ciudadanos.
Estamos nerviosos, nos resistimos a reconocer la gravedad del momento. «En absoluto, no puede ser», decimos; y la salida, culpar a alguien antes de reconocer que esto va muy en serio. «Es que nos vuelven locos, no saben, no hacen caso a los científicos». Pobres ignorantes seríamos si pensamos que esto lo dejas en manos de especialistas y te lo resuelven. ¡Vamos a crecer y ser adultos! Exigir competencia en la dirección, sí, pero entender de qué va la pandemia, también. Es el colapso del capitalismo que lo devora todo; el tiempo reclama vivir con menos y de otro modo. Esta es ya la cuestión. Se aceptan ideas.