Arroparon a la presidenta de Madrid algunos compañeros de partido, con lo peligroso que eso se está poniendo, aunque los rostros de Rafa Hernando,Juanma Moreno y Pablo Casado reflejaban más bien el efecto balsámico que producen una mayoría absoluta propia y una descomposición orgánica ajena. A Casado le pregunté por su afición a las ferias de maquinaria agrícola, donde últimamente es más fácil encontrarle que en los platós, y me ponderó la importancia del sector en Ávila. Debe de ser el único diputado que se toma en serio lo de la circunscripción. De todos modos, resultaba llamativo que ni Génova ni Moncloa hubieran enviado heraldos de su simpatía o de su disimulo al acto de su rubio adalid en el rompeolas de España: las ausencias también significan, y doña Cristina debe tomárselas quizá como el homenaje que el gregarismo rinde a la autonomía de criterio.
Cifuentes pedía foco, quizá algo celosa del liderazgo que Feijóo ha cobrado tras su hazaña restauradora, aunque el perfil tecnocrático de la madrileña se antoja idéntico al del gallego. Reivindicó las políticas de centro como demanda general de los ciudadanos, pero propuso una reforma electoral mediante mayoría reforzada –a lo francés o a lo Renzi– que viaja en dirección opuesta al modelo más proporcional que desea su socio de Gobierno. O sea, Cifuentes vacía de contenido a C’s por apropiación, y después busca apuntillarlo en las urnas. El naranja diluido en el rubio de su melena. Practica un socioliberalismo –«la política social no es patrimonio de la izquierda, ni exige gastar más, sino mejor»– que compagina la reducción del momio público con acuerdos entre patronal y sindicatos, entre otros puentes reconstruidos. No se privó de pellizcar al aguirrismo por la corrupción, a Sánchez por el bloqueo y a Iglesias por elegir España y no la gaseosa para los experimentos radicales, inspirados a pachas por Marx, Sabino Arana y Companys, quien tiene todas las papeletas para heredar la estatua de Colón.
Me estaba maravillando la fluidez con que discurseaba Cifuentes sin mirar un papel hasta que me señalaron el aparatoso teleprompter dispuesto enfrente. El prosaísmo de este mundo conspira así contra nuestra fe más cándida, aunque doña Cristina es agnóstica y republicana. O sea, «le gusta vivir en la frontera ideológica de su partido», en palabras de Francisco Rosell; paradójicamente, ese no-lugar se ha convertido hoy en la purita zona de confort de la que recomendarían salir los hierofantes de la autoayuda. Pero es que el futuro del PP, señores, hace tiempo que no se gana por la derecha.