Miquel Giménez-Vozpópuli
Los profanadores de estatuas no conocen hasta qué punto juegan con poderes más allá de su comprensión. El Comendador siempre acaba por presentarse
Desde que el mundo es mundo hemos construido monumentos. Bien sea a nuestros dioses, a nuestros héroes o a nuestra historia, hemos jalonado el mundo con homenajes en piedra a quienes hemos considerado dignos de permanecer en el recuerdo. Pero toda estatua posee dos almas, la del escultor que la dotó de forma a partir de una piedra bruta, y la de ella misma, que es el resultado de ser receptáculo de tantas y tantas miradas y sentimientos como personas las miran. A eso lo llamamos Egrégor y los versados en las ciencias ocultas sabrán de qué les hablo. No se rían. Que una estatua como el David de Miguel Ángel o el Pensador de Rodin poseen una condición espiritual propia es indiscutible. Bécquer lo dejó escrito en El Beso, terrible descripción de la venganza que un guerrero de piedra, Don Pedro López de Ayala, lleva a cabo con un joven capitán de Napoleón por permitirse este besar la estatua de su amada Doña Elvira, propinándole un terrible bofetón con su pétreo guantelete. ¿Acaso no conocemos la historia de Pigmalión y Galatea? ¿No nos prevenía Mozart en su ópera Don Giovanni cuando el Comendador se presenta a cenar con su horrible esplendor de mármol y condenación?
Sí, esa terrible figura de quien ha regresado de los muertos, no en carne si no en piedra, debería atemorizar a quienes ahora profanan cientos de esculturas en todo el mundo. Su barbarie, su ignorancia, su maldad analfabeta o su malignidad intencionada no les eximirá de pagar el precio que supone afrentar a los muertos. Las estatuas son lápidas de un cementerio abierto, pero lápidas al fin y a la postre. Y la profanación sacrílega siempre conlleva una maldición y el subsiguiente castigo. Da lo mismo que sea de Cristóbal Colón o de Fray Junípero Serra, del Marqués de Comillas o de Cervantes, porque la historia nos deja sus hitos para que aprendamos de ellos y no para que los derribemos. ¿Alguien sería capaz de ordenar la demolición de Stonehenge por ser un lugar de culto pagano? ¿Nos resignaríamos a ver destrozada la estatua del Ángel Caído de Bellver por no acomodarse a la idea ateísta que niega toda divinidad, incluso la del Mal?
Ese pecado, que comparten los vándalos de ahora con los talibanes de todos los tiempos, es la trompeta del apocalipsis cultural y moral de una sociedad que está exhalando sus últimas boqueadas de aire
Ese pecado, que comparten los vándalos de ahora con los talibanes de todos los tiempos, sean católicos, islámicos, protestantes o de cualquier otro culto que no respeta aquello que le precede, es la trompeta del apocalipsis cultural y moral de una sociedad que está exhalando sus últimas boqueadas de aire. Porque es una profanación orquestada y dirigida y no el acto estúpido, aislado y fruto de una intoxicación etílica vulgar, la que lleva a miles de trozos de carne con piernas y brazos a ejecutar un mandato diabólicamente envuelto en falsa rebeldía. Todo lo contrario. Lo realmente revolucionario es preservar, recordar, aprender de la historia y no reducirla a polvo como hicieron los integristas con la hermosa ciudad de Palmira que inspiró a Volney su tan hermoso como inútil libro de filosofía.
Juegan con la historia creyendo que por ensuciar a Churchill lo eliminan. Se equivocan. Lo que hacen es conjurar a todos esos espectros del pasado para que vuelvan a enfrentarse con sus denigradores, para encararlos con sus actos y decirles como el Comendador a Don Giovanni: “Vengo a cenar. Me invitaste y he venido”. Los peones de quienes manejan los hilos de esa furia que pretende aniquilar nuestra civilización desconocen el precio que deberán pagar por su osadía. Porque cuando la estatua se presenta, correspondiendo a quienes le niegan el sueño de la historia, viene a cobrar. Y el pago no es otro que arrastrar a los infiernos al réprobo para toda la eternidad. Tengan mucha precaución los que ahora se creen muy valientes por pintarrajear un busto o por arrancar de su pedestal a esa o a aquella figura de bronce. Pueden acabar muy mal, porque tienen su propia vida y, como a todos los muertos, no se las ofende o mancilla gratuitamente. Arrepiéntanse ahora que todavía están a tiempo, cejen en su estúpido orgullo, cambien de conducta, redímanse.
Porque el Comendador siempre acaba por presentarse ante nosotros para darnos nuestro justo castigo.