ABC 19/11/15
IGNACIO CAMACHO
· La cuestión crucial es saber si el confort indoloro de la democracia posmoderna ha dejado energía social para defenderla
TAN importante como reconocer al enemigo es para ir a una guerra la necesidad de identificar a los amigos. En el combate contra la yihad sólo se cumple la primera premisa, y no del todo porque Estado Islámico cuenta con difusos apoyos de las monarquías y sultanatos del Golfo, regímenes teóricamente prooccidentales que como poco llevan tiempo jugando con varias barajas; a partir de ahí, el tablero es de una extrema complejidad que dificulta la ya de por sí perezosa inercia internacional para intervenir en el conflicto. La rabia por el ataque de París da soporte a una respuesta inmediata como la que ha activado Francia con su propia potencia militar. Para ir más allá, sin embargo, se necesita una cierta claridad de ideas que ahora mismo no existe fuera de las buenas palabras en el marco diplomático.
Esa confusión se une al miedo político que los gobiernos de Europa y Estados Unidos sienten respecto a sus propias opiniones públicas, permeables a un vago pacifismo, y a la mala conciencia de errores recientes concluidos en aparatosos fracasos estratégicos. Tan equivocada fue la invasión de Irak como el posterior repliegue, que dejó a EI campo libre, petróleo para financiarse y un arsenal de fácil acceso. Obama ya no quiere poner botas en el terreno y la UE-OTAN titubea mientras Hollande pide, casi clama, una colaboración resuelta con su determinado empeño. Sólo la ha obtenido hasta ahora de Rusia porque Putin sueña con restablecer en la zona de fricción la vieja hegemonía perdida por el imperialismo soviético.
Lo más difícil es definir a los aliados musulmanes y sobre todo evitar que como en otras ocasiones se acaben convirtiendo en adversarios. Todos ofrecen poca confianza. Irán es enemigo declarado de Israel y un foco de terror potencial nada desdeñable. Los kurdos incomodan a Turquía, miembro de la OTAN. Los rebeldes sirios forman una amalgama poco operativa y el dictador Al Assad, la opción más inmediata y pragmática, es un genocida manifiesto. Articular sobre ese avispero un atisbo de legalidad internacional –¿dónde está, qué hace la ONU?– parece en estos momentos un negocio más inviable que delicado.
Europa tiene sin embargo una obligación moral que trascienda el emotivo canto simbólico de la Marsellesa, que por cierto es un himno de combate. Se trata de su propia supervivencia porque los ataques van a seguir y no hay modo de eludir una guerra que nos ha sido declarada. Si la crisis de los refugiados ha puesto a prueba la cohesión de los tratados comunitarios, la del terrorismo afecta a la esencia de la Unión como sistema de libertades. La política exige eficacia y compromiso: hay una respuesta que dar y no va a ser simpática. Es menester elegir, y rápido. La cuestión crucial es saber si el confort indoloro de la democracia posmoderna ha dejado suficiente energía social para implicarse en su defensa.