Manfred Nolte-El Correo
La legislatura que padecemos se traduce en un vértigo de sucesivas propuestas heroicas -en su versión más desaforada- donde, al cabo de algún tiempo, lo imposible se torna probable y las medias tintas se transforman en axiomas indiscutibles. Si, como se ha proclamado desde la factoría de La Moncloa, «la verdad es la realidad», no son ya los resultados los que nos sorprenden. Es el continuo sobresalto, la tensión creciente de cada noticia -cada una más fantástica que la anterior- lo que nos desconcierta, convirtiendo la palabra ‘verdad’ en un enigma compuesto a partes iguales por la zozobra y la desesperanza.
El más reciente dilema que acorrala a lo que aún queda de una España vertebrada y razonable es la cuestión a debate de una financiación singular para Cataluña, un modelo que, lejos de zanjar agravios históricos, amenaza con fracturar la solidaridad territorial y debilitar los cimientos del Estado. Esta pretensión, reactivada en 2024 tras el acuerdo entre el PSC y ERC, plantea un sistema análogo al Concierto Económico vasco, mediante el cual Cataluña recaudaría todos sus tributos y pagaría posteriormente al Estado una cantidad negociada, llamada cupo.
El sistema de financiación autonómica, vigente desde 2009 y técnicamente mejorable, tiene por objeto distribuir recursos en las autonomías de régimen común para garantizar servicios esenciales como la sanidad, la educación, el cuidado de la dependencia, y muchos más. Cataluña, que representa cerca del 19% del PIB nacional, afirma padecer un expolio fiscal, al recibir menos de lo que aporta. Esta narrativa, sin embargo, contrasta con la percepción de muchas otras regiones, que interpretan las demandas catalanas como un intento de obtener privilegios a costa de la solidaridad interterritorial. La propuesta de un concierto económico catalán intensifica las tensiones, al conferir a Cataluña un control fiscal que podría restablecer hasta 30.000 millones de euros a la recaudación estatal, según estimaciones.
Sin necesidad de acceder a un análisis al microscopio, resulta evidente que la cohesión económica entre autonomías exige, imperdonablemente, que las más prósperas cedan parte de sus recursos fiscales a las menos desarrolladas. Un sistema fiscal con 17 comunidades y 17 conciertos trocearía la España económica en compartimentos estancos, condenando a las regiones más desfavorecidas al abandono institucional. España se disgregaría en un archipiélago fiscal, sin vasos comunicantes ni proyecto común.
Jesús Fernández-Villaverde y Francisco de la Torre, autores del reciente libro ‘La factura del cupo catalán’ (2025), califican esta petición como «la política económica más radical y negativa desde 1978». Su análisis, respaldado por organismos como la AIReF y Fedea, advierte que replicar el modelo foral vasco en una región con el peso económico de Cataluña resultaría inviable sin provocar un colapso sistémico. El caso vasco, de menor peso relativo, es una excepción con raíces históricas que no puede extenderse sin consecuencias. Los expertos citados subrayan que la petición aludida beneficiaría desproporcionadamente a una región próspera, dividiendo el país en ganadores y perdedores, ahondando agravios comparativos.
La opacidad que rodea las negociaciones bilaterales entre el Gobierno central y Cataluña refuerza la percepción de que la financiación autonómica se utiliza como moneda de cambio político. La condonación de 15.000 millones de euros de deuda catalana, unida a la promesa de un trato singular, ha suscitado críticas no solo de la oposición, sino también de líderes socialistas influyentes. Esta dinámica sugiere que el acuerdo obedece más a la necesidad de apuntalar mayorías parlamentarias que a un diseño técnico o equitativo.
Más allá de lo económico, la financiación singular plantea un problema de gobernanza de más largo aliento. Cataluña podría servirse de la autonomía fiscal como un peldaño hacia la soberanía, alentando tensiones independentistas como las vivas en 2012, cuando se rechazó un modelo similar. Además, la merma de recursos para políticas públicas nacionales -como pensiones o infraestructuras- reduciría la capacidad del Estado para afrontar desafíos comunes, profundizando aún más las brechas territoriales.
En conclusión, la financiación singular para Cataluña no es únicamente un debate pecuniario y fiscal, sino un desafío de fondo para la cohesión nacional. Como advierten los ya citados Fernández-Villaverde y De la Torre, el referido modelo no solo exacerbaría desigualdades y polarizaría el debate, sino que minaría la idea misma de la solidaridad territorial, desembocando, de prosperar, en una fractura estructural de la nación.