Manuel Jabois-El País

Ni un solo terrorista será expulsado de su pueblo: como mucho, recibirá un homenaje

Durante años ha existido un profundísimo conflicto en el País Vasco del que el terrorismo no es su expresión más llamativa, como dice ETA, sino algo más prosaico: la clandestinidad con que se iba a visitar a los muertos y la exhibición con la que se va a visitar a los presos. Lo primero servía históricamente como estigma, una marca social que depositaba a todo a quien expresase dolor por el difunto en el centro de una oscura traición al pueblo. Lo segundo es un timbre de orgullo, una razón para organizar recaudaciones o poner nombre a una plaza, y un instrumento de presión política (el acercamiento de presos) para intentar negociaciones de toda índole, entre ellas la que se llevó por delante a Miguel Ángel Blanco.

Ese conflicto no ha terminado ni ya terminará nunca, porque ni la vergüenza ni el remordimiento están entre los planes de futuro no ya de los terroristas, sino de quienes los ampararon, justificaron y defendieron; ni uno solo de ellos tendrá que irse del pueblo: como mucho, recibirá un homenaje.

Entre ellos, los chivatos: los compañeros de trabajo, los vecinos o los clientes habituales del bar que iban monitorizando en silencio los movimientos del siguiente cadáver para sacrificarlo como a un cordero, y que hoy se reconcilian con los que sobrevivieron a sus planes. Entre ellos, los que esquivaban balas con mucha sobreactuación hasta que alguien les hizo ver lo inútil de sus torsiones: la munición salía en dirección contraria.

Entre ellos, en definitiva, los nuevos portavoces que, con la autoridad intelectual que da haber dejado de matar, empiezan a soltarse ante las cámaras, como en esa entrevista de TV3 en la que uno dijo que no pedía perdón “por lo que hice y en el momento en que lo hice”. “Mataste a un comerciante”, le había saludado la periodista. “Eso dice la policía”, responde él riéndose. “Eso dice la policía”, repite ella. Habría que saber entonces a qué se refiere cuando dice que no pide perdón por lo que hizo y el momento en que lo hizo. Pero entonces no habría conflicto.

El conflicto está en la delicadeza con la que se trata a los terroristas; las prisas por homologarlos, como si no les hubiese llegado la hora de quererlos, como si se despojasen por fin de un pequeño obstáculo que impedía el reconocimiento público. El conflicto está en pensar que el asesino contribuye a la paz cuando deja de serlo y se le debe un doble reconocimiento, el de la cárcel y el de la retirada, mientras que la víctima no tiene nada que dejar: seguirá siendo víctima, pero consuela saber que si decide pasar página será porque la ha memorizado antes.