Alejo Vidal-Quadras-Vozpópuli

 

Vox nació para lanzar un firme contraataque en defensa de valores, ideas y principios que millones de votantes del PP consideran los correctos y que la etapa de Rajoy había abandonado

Estos días pasados han visto dos debates parlamentarios, uno en la Asamblea de Madrid, y otro en el Parlamento de Andalucía, que arrojan luz sobre las distintas perspectivas desde las que los partidos políticos españoles entienden la tan traída y llevada «batalla cultural», ese apelativo suave para denominar lo que no es sino la confrontación ideológica. Los dos bloques clásicos de la derecha y la izquierda que se configuraron en el siglo XIX y que han subsistido mediante sucesivas adaptaciones y transformaciones hasta hoy, son cada uno de ellos de composición heterogénea. De un lado están los liberales, conservadores y socialcristianos y del otro los socialdemócratas, neocomunistas, verdes y populistas agrupados en el llamado socialismo del siglo XXI. En cuanto al nacionalismo identitario en versiones más agudas o más temperadas, puede emerger en solitario o impregnar las distintas opciones electorales para excitar emociones y dar una nota, más ligera o más intensa, de color local.

Los dos asuntos que se han discutido en las Cámaras Autonómicas mencionadas tienen una elevada carga conceptual y moral y entran de lleno en el terreno de la pugna ideológica pura y dura. En Madrid, Vox ha presentado una Proposición de Ley de Igualdad y No Discriminación y en Andalucía otra de Concordia. El problema ha sido que ambas iniciativas iban acompañadas de la derogación de normas vigentes: en Madrid, la Ley de Identidad y Expresión de Género, Igualdad Social y No Discriminación y la Ley de Protección Integral contra la LGTBIfobia y la Discriminación por Razón de Orientación e Identidad Sexual; y en Andalucía, la Ley de Memoria Histórica y Democrática. Hay que destacar que las primeras fueron impulsadas por un Gobierno del PP presidido por Cristina Cifuentes y la segunda por un Gobierno socialista encabezado por Susana Díaz.

La izquierda, desde la llegada a La Moncloa de Zapatero, no ha dado cuartel y ha impuesto a las bravas sus planteamientos

El choque dialéctico entre los proponentes de las nuevas leyes y los defensores de las ya existentes ha sido tanto en Madrid como en Sevilla de alto voltaje, mientras los respectivos Grupos Parlamentarios del PP se mantenían en una tibia posición intermedia que ha cristalizado a la hora de la votación en una ponciopilatesca abstención. Dada la naturaleza de los temas a debate, cuesta entender esta decisión del PP, cuyo argumento principal ha consistido en señalar que no había el suficiente grado de consenso. Teniendo en cuenta que el bloque autodenominado progresista jamás ha perseguido acuerdo ni equilibrio alguno en relación a banderas que considera de su exclusiva propiedad y que ondea con fiera agresividad, el pretexto de los populares para ponerse de perfil resulta como mínimo sorprendente. El hecho de que en estos dos espinosos ámbitos, el de la ideología de género y el de la visión del período de nuestra historia que arranca en 1931 con la proclamación de la Segunda República, sigue con su fracaso y la subsiguiente Guerra Civil, se prolonga con cuatro décadas de dictadura y termina en la exitosa Transición de 1978, la izquierda, desde la llegada a La Moncloa de Zapatero, no ha dado cuartel y ha impuesto a las bravas sus planteamientos, demuestra que el consenso ha brillado por su ausencia. En realidad, el verdadero consenso fue el forjado en la Constitución de 1978 y lo que el PSOE en alegre coyunda con separatistas, comunistas bolivarianos y filoterroristas está perpetrando sin piedad es la liquidación de aquel ejemplar pacto cívico.

La insistencia en una indefinición pusilánime sólo contribuirá a engrosar las filas de Vox y a aumentar su dependencia del partido conservador en una hipotética futura mayoría alternativa

Una evidencia que el PP parece ignorar al persistir en su débil oposición a la implacable ofensiva de una izquierda desatada, capitaneada por un insensato que pretende destruir las bases de nuestro orden social, económico y político, es que Vox nació precisamente para lanzar un firme contraataque en defensa de valores, ideas y principios que millones de votantes del PP consideran los correctos y que la etapa de Rajoy había abandonado. La insistencia en una indefinición pusilánime sólo contribuirá a engrosar las filas de Vox y a aumentar su dependencia del partido conservador en una hipotética futura mayoría alternativa al siniestro y abigarrado conglomerado que actualmente nos ‘malgobierna’. No es casualidad que la dirigente popular más decidida y valiente a la hora de perder los complejos frente al deletéreo progresismo haya alcanzado una victoria electoral espectacular. El error de la dirección nacional del PP al hacerle la vida difícil aparece desde esta óptica como un incomprensible disparate que revela la profunda desorientación estratégica en la que están sumidos los mandarines de la planta séptima de Génova 13.

Les sería quizá útil echar una mirada a nuestra vecina Francia, donde las candidaturas presidenciales que se perfilan no parecen indicar precisamente que el electorado galo de derecha se incline por las ofertas ambiguas de contornos difusos, sino por mensajes contundentes y diáfanos. La esperanza de ganar por el lado de babor lo que Vox se lleve por el de estribor situándose en un territorio «centrista» y «moderado» puede ser vana en un contexto como el español presente en el que las cañas se han vuelto lanzas.

Cuando las amenazas que se ciernen sobre la Nación son de tipo existencial, la invocación del consenso corre el peligro de ser percibida como una forma pusilánime de parálisis.