IGNACIO CAMACHO-ABC

EL CONSERVADOR

MARIANO Rajoy es un conservador natural, congénito. No tanto en el sentido ideológico –en el que se mueve por puro pragmatismo, aplicando medidas socialdemócratas o liberales según su conveniencia– como en plano individual y en el político. Su personalidad tiende al mantenimiento del statu quo por carácter, por arraigo, por temperamento, por instinto. Y en su condición de dirigente profesional, que ha pasado la mayor parte de su vida en la esfera pública, posee un olfato privilegiado para la conservación del poder para él y su partido. El poder como inercia, el poder por el poder, el poder por sí mismo. Tenerlo para que no lo tenga otro; el poder como espacio, como territorio, como recinto, pero sobre todo como desempeño, como carrera, como empleo, como oficio. Como una rutina que su larga trayectoria ha convertido en cuestión de principios.

Esta semana ha vuelto a demostrar esa superioridad correosa para mantenerse en el cargo. Mientras la sociedad mediática se alborotaba con el linchamiento civil de Cristina Cifuentes y la polémica sentencia de «La Manada», el presidente salvaba en el Congreso los Presupuestos que necesita para llegar casi hasta el final de su probablemente último mandato. A cambio ha renunciado nada menos que a su propia reforma de la jubilación con tal de ganar un año. Todo lo que dijo en la misma tribuna en el mes de marzo, cuando aseguró con firmeza que no había dinero para subir las pensiones, se lo ha acabado envainando. Le ha dejado a su desconocido sucesor, a quien gobierne en 2023, la aplicación del índice de sostenibilidad, y ha aceptado un incremento del déficit cuya reducción y equilibrio tenía establecidos como un objetivo sagrado. Ha firmado una enmienda a la totalidad contra las bases de su programa para cerrar con el PNV un pacto, en una finta de última hora que ha dejado a su rival y socio Albert Rivera –que había dado por válida la imposibilidad de la subida– con cara de pasmo. Los recursos del poder, donde siempre se encuentra una partida de gasto, son la barra oscilante que lo mantiene de pie sobre su cuerda de funámbulo.

Era lo único que le importaba; muy por encima de la crisis de Madrid, la fortaleza histórica de la derecha cuyo incendio ha contemplado desde lejos, como Nerón tocando la lira ante las llamas de la ciudadela. Ya se enfriará la hoguera; al fin y al cabo también va a conservar, por el tiempo que dure, el Gobierno de la autonomía madrileña. Y Cifuentes era un juguete roto –Cuartango dixit– al que de todos modos iba a arrojar en breve, como a tantos otros, a la cuneta.

Sacrificar lo contingente para preservar lo esencial: ley de vida. Ése es el mecanismo implacable, lampedusiano, de la supervivencia marianista. Todo resulta prescindible menos el poder, el centro neurálgico de la política. Y también inevitablemente habrá que dejarlo alguna vez pero eso… ocurrirá otro día.