En esta tierra no hay conticinio. Jamás. No existe esa hora muda en la que se aquieta la ciudad, se apagan los móviles y alguien, por fin, piensa en lo importante. Aquí el ruido nunca cesa. Siempre hay alguien hablando más de la cuenta, discutiendo si el decreto es suyo, si el mapa lo firmó otro, si el nombre del artículo molesta al Consell Comarcal de una comarca que nadie recuerda salvo cuando hay subvenciones. Mientras tanto, Cataluña sigue a oscuras. Literalmente.
El decreto de renovables —que no pedía ni una renuncia política ni un titular de propaganda— ha sido retirado por falta de apoyos. ¿Por qué? Porque aquí cualquier avance se percibe como una amenaza al statu quo de quienes no hacen nada, pero quieren opinar de todo. Y así, mientras Amazon duda, los parques solares esperan y las baterías se quedan sin enchufe legal, en el Parlament seguimos contando palabras, no kilovatios. Ni baterías.
Y no hablamos de un matiz técnico. En 2024, Cataluña generó 40.481 GWh, el peor dato desde 2001. Más de la mitad, el 57%, vino de la energía nuclear. Apenas un 21,6% procedía de fuentes renovables, y el resto lo compramos fuera. En almacenamiento, directamente, no hay nada: cero baterías en operación. Aunque hay más de 1.000 MW en tramitación y unos 600 millones de euros en inversión sobre la mesa, todo está en suspenso. Se repiten, eso sí, las apelaciones rituales a la “soberanía energética”, aunque dependamos en un 69% de energía importada.
Las cifras son claras. Para alcanzar los objetivos del PROENCAT 2030, Cataluña debería multiplicar por cinco su capacidad renovable instalada. Pero en lugar de avanzar, nos entretenemos con gestos, con siglas, con excusas. Y lo que es peor: transmitimos el mensaje de que, incluso ante el riesgo de colapso eléctrico, aquí no se puede pactar lo esencial.
Paradójicamente, el Govern de Salvador Illa ha logrado avances importantes en cuestiones mucho más delicadas: ha reactivado la financiación autonómica, recompuesto una interlocución estable con el Estado y sorteado la ley de amnistía sin hacer saltar el sistema. Pero no ha podido sacar adelante un decreto técnico, avalado por Bruselas, que agilizaba instalaciones de autoconsumo, proyectos cooperativos y baterías en polígonos industriales. No porque fuera inviable. Sino porque molestaba al nacionalismo de diferente signo.
Walter Lippmann escribió que donde todos piensan igual, es que nadie está pensando demasiado. Y aquí llevamos años pensando en lo mismo, repitiendo la misma escenografía, temiendo cualquier cambio real. Tanto, que acabamos aceptando apagones antes que consensos.
En este país donde nadie apaga el micrófono —ni para evitar el colapso— hemos hecho del ruido una identidad. Y del bloqueo, una costumbre. Se echa de menos que alguien parafrasee al emérito y diga, alto y claro: “¿Por qué no te callas?”.
La hora del conticinio, esa pausa del día en la que se apagan las voces y se encienden las ideas, no existe aquí. Ni existirá mientras el parlamentarismo catalán confunda gobernar con resistir. Y sobrevivir con no hacer nada.
No le demos más vueltas: el conticinio catalán es imposible. Porque cuando llega la hora de decidir algo importante… siempre hay alguien haciendo ruido. Y cuando llega la urgencia, ya es demasiado tarde.