Nicolás Redondo Terreros-ABC
- En España ha prevalecido el desorden impuesto por un Ejecutivo sin proyecto, a merced de nacionalistas envalentonados y de comunistas travestidos de peronismo
Siempre ha sucedido así, ya lo decía Constant: «A políticas extremas de un signo les suceden otras de signo contrario». A las políticas extremas de la identidad y la cancelación les están sucediendo otras basadas en el pasado y en el miedo a un futuro más incierto que nunca en nuestra historia. Parece todo descoyuntado por «la exhibición de camisas ensangrentadas» por unos y por otros, viendo en el contrario al enemigo, al verdadero ‘demonio’.
Unos sueñan con una nueva toma del Palacio de Invierno; en estos momentos de incertidumbre e inseguridad lo ven posible, por ello producen su discurso más radical. Los otros, según el país, resucitan sus estandartes y sus batallas míticas, anunciando que es posible volver a los tiempos gloriosos de la nación, lo que por definición es imposible. Unos con la nostalgia del pasado, otros con la nostalgia pesimista y negativa de las cuentas pendientes, de los fracasos acumulados. Es la guerra cultural de la que habla tanto la derecha más extrema, pero que practica también con gusto la izquierda identitaria, ungida por una ‘verdad’ que siempre ha resultado catastrófica.
Lo más sencillo es subirse a una de las dos olas y sentirse en mayoría, con la razón, sin dudas ni titubeos, con certezas plenas, sin necesidad del esfuerzo que requieren el pensamiento, la reflexión, la elaboración de ideas. Como decía Philip Roth en su novela ‘Me casé con un comunista’, «en la sociedad humana el pensamiento crítico es la subversión definitiva». En fin, parece que, como casi siempre, son tiempos malos para los que ejercen radicalmente la moderación.
En España las políticas del Gobierno han sido radicales en las materias de moda, basadas en la identidad y en el pasado, pero sobre todo ha prevalecido el desorden impuesto por ser un Ejecutivo sin proyecto, a merced de nacionalistas envalentonados y de comunistas travestidos de peronismo. En ese ambiente enmarcado por un lento e inexorable desmoronamiento no es difícil hacer el discurso opuesto, confundiéndolo con la alternativa política que necesita España. Se impone el instinto más que la razón, la política minúscula y vengativa del «ahora me toca a mí».
En España hoy el menoscabo de la legitimidad de las instituciones se incrementa con cada nuevo escándalo o con cada nueva medida del Gobierno, provocada exclusivamente por el primitivo instinto de supervivencia. Así, el Ejecutivo, presionado por las circunstancias judiciales de parte de su núcleo duro o porque forma parte de su programa, ha emprendido una guerra declarada contra la independencia de la Justicia, como bien lo demuestran sus propuestas para la reforma de la Fiscalía o para la admisión de nuevos jueces. Todo lo dicho sería suficiente si no estuvieran claras sus intenciones con las planificadas declaraciones contra determinados magistrados o la reversión arbitraria de sentencias del propio Tribunal Supremo, a través de leyes muy controvertidas, ‘purificadas’ por un presidente del Tribunal Constitucional dispuesto a producir nuevas ‘realidades constitucionales’, discutidas, desde luego, pero con la eficacia requerida para provocar consecuencias indeseables. Cómo olvidar los indultos generalizados y, después, la amnistía a los jefes del pronunciamiento catalán, que el Parlamento Europeo no ha podido aceptar como una medida de reconciliación, cuando solo fue el tributo bochornoso para que Pedro Sánchez siguiera en La Moncloa
El Gobierno ha amordazado al Congreso de los Diputados a través de una inaudita proliferación de decretos ley o de las ya normalizadas ‘leyes ómnibus’, que mezclan asuntos con la única conexión de ser necesarias para el Ejecutivo y de evitar una discusión serena y profunda de cada uno de ellos; o de debates desordenados sin posibilidad de votación de cuestiones trascendentes para los españoles en el próximo futuro. Por un lado, es evidente que el Gobierno de España ha perdido pie en el escenario internacional. Sánchez parece decidido a ocupar un lugar entre los países occidentales y los gobiernos de claros instintos autoritarios, siguiendo esa política extremista, definida por una posición contraria a Estados Unidos, aprovechando la política antojadiza e inconsistente de Trump, y contraria a Israel, confundiendo a los israelíes con Netanyahu.
La economía española se parece a los pueblos de cartón piedra que Potemkin construía para confundir a la zarina Catalina. Los datos macroeconómicos, envueltos en estadísticas paradójicas (ejemplo de distorsión máxima son los ¿fijos discontinuos?, una contradicción para encubrir la baja calidad de muchos empleos y las cifras reales de parados) enorgullecen al Gobierno, pero sin que las consecuencias económicas de esos datos lleguen a las clases trabajadoras; sin olvidar que cada día que pasa está más cercano el momento de la explosión de algunas bombas en el neurálgico ámbito socioeconómico, que tendrá consecuencias dramáticas para ‘los de siempre’, los sujetos que no importan a los que defienden el ‘socialismo para ricos’ de hoy. Mientras, una oleada de ‘okupaciones’ se sucede en las empresas públicas y aun en algunas privadas de muy especial relevancia.
Estos son los retos de una alternativa que piense en la política grande. Y no es una cuestión solo ideológica o cultural, es más sustantiva y determinante y que llama a la puerta de quien quiera ser alternativa. La independencia del Poder Judicial, volver a dar al Congreso de los Diputados su papel, fortalecer la legitimidad de las instituciones y ‘desokupar’ las empresas públicas con normas que garanticen su profesionalidad y su eficacia cabal. No es menor la tarea de volver a ser un socio fiable para nuestros aliados, cumpliendo todos nuestros compromisos. Cada uno de estos retos justificaría una legislatura, porque se deben recuperar los principios de la igualdad entre españoles y la solidaridad nacional que han quedado en entredicho por los peajes de Sánchez para seguir siendo presidente del Gobierno. Estas son las líneas políticas que necesitan los españoles; estas políticas reformistas son las que pueden devolver el orgullo en la nación como una realidad ilusionante e integradora, no como un arma que expulsa al que no es ‘creyente’. La historia nos condiciona; las metas y los proyectos de futuro, integradores, reformistas, nos unen.