Juan Soto Ivars-El Confidencial

El coronavirus ha sido el mayor baño de realidad que ha conocido la humanidad desde que muchos tenemos memoria. Queda saber si estamos preparados para comprender su mensaje

Recuerdo con un poco de nostalgia las bobadas que me enfadaban hace un mes. ¿Os acordáis cuando decían que un chiste podía blanquear la discriminación de millones de personas? ¿Cuando había que cancelar a Woody Allen y se gastaban un dineral para borrar a Kevin Spacey de una película que ya se había rodado? ¿Cuando la homosexualidad estaba acabando con la familia? ¿Cuando estudiantes de cuarto de carrera aseguraban que para acabar con la opresión había que cambiar los pronombres? ¿Cuando sonarse con una bandera parecía un daño más grave a la patria que recortar en sanidad? ¿Cuando el padecimiento se cifraba en microagresiones? ¿Cuando un cuadro colgado en un museo suponía una amenaza para la igualdad?

Hoy, cuando la gráfica del contagio crece y los medios materiales escasean, estas parecen las preocupaciones típicas de una sociedad mimada hasta la estupidez colectiva. Se suponía que la cultura era el origen de todos nuestros males, que la biología era el recurso de los reaccionarios, y ahora todos con estos pelos. Habíamos olvidado lo que es la incomodidad y habíamos asumido la idea de que la sociedad es un banco que nos lo debe todo y todo nos lo niega. La muerte estaba lejos, y de ahí que una frase tan horrible como “nos están matando” apareciera con ligereza, sin el más mínimo rubor, en la boca de tertulianas bien pagadas y encantadas de conocerse.

Hoy quizá tengamos un poco más claro que la sociedad no es un banco, y tampoco un supermercado infinito, sino un conjunto de personas distintas e iguales, obligadas a arrimar el hombro. Hoy quizás está un poco más claro que cualquier decisión egoísta puede derribar fichas de dominó que aplastarán a otros sin que nos demos cuenta. También sabemos algo más sobre el peligro: las calles en las que ayer nos vendían el fantasma de un miedo a las agresiones sexuales o los atracos de los ‘menas’ están vacías por una amenaza real. Dos fuerzas tan distintas como el patriotismo y la lucha por la utopía igualitaria se equiparan en una única consigna que vale para todos: quédate en casa.

Y esto es así porque el virus no discrimina a nadie. No le importa que seas mujer, español o catalán, homosexual o de derechas. Estas son cuestiones superficiales que tampoco le importan al personal sanitario, que está dándolo todo y que tendrá que tomar una serie de decisiones horribles que le perseguirán durante el resto de su vida. Hoy una joven transgénero con cáncer que vota a Podemos y un octogenerio heterosexual que vota a Vox están en la misma posición de desventaja ante el virus por cuestiones que nada tienen que ver con su género, ideología o religión.

También sabemos lo que vale la fraternidad. El restaurante de carretera El Hacho, en Lora de Estepa, Sevilla, amaneció cubierto de carteles que indican que los camioneros y transportistas pueden coger lo que quieran gratis de su autoservicio. Lo veo en Twitter un día después de conocer la noticia de que el humorista Ernesto Sevilla entrega 10.000 euros a los hospitales de Albacete y Ana Patricia Botín, cuatro millones para camas y respiradores. Fabricantes y trabajadores de distintos sectores se suman voluntariamente a la confección de mascarillas y material sanitario, mientras los farmacéuticos del Ejército se han convertido en productores de hidrogel y paracetamol.

Está pasando por todas partes. La fraternidad entra por las ventanas cada tarde a las ocho. Uno se pregunta qué puede hacer por los demás y, cuando por fin se le ocurre una idea, descubre que ha llegado tarde porque otro lo pensó antes. Cuando decidí hacer la compra a mis vecinos, en el ascensor de mi edificio apareció un cartel de los del tercero que informaba de que, como están obligados a salir a trabajar cada día, ofrecen sus números de teléfono para ir al supermercado por todos nosotros.

Sin embargo, este mensaje de fraternidad, cuidados mutuos y necesidades comunes no ha llegado a todo el mundo. Los estafadores buscan palancas para enriquecerse mientras un sector de la prensa y la política es pasto de los oportunistas. Hay gente convencida de que el virus te mata más por ser catalán por culpa de los españoles, o de que mata a españoles por culpa de los chinos, o de que se ceba con las mujeres por culpa del patriarcado. La trifulca política vuelve a resonar tras el coro apagado de la unidad.

Es cierto que el equipo de Pedro Sánchez ha cometido negligencias, pero ninguna me parece tan grave como la que tuvo, precisamente, causas identitarias. La patrimonialización de la mujer por parte del Gobierno de Sánchez es lo que llevó a que la ministra del ‘nosotras’ lanzara a esas señoras que tanto dicen preocuparle a llenar las calles en la manifestación del 8 de marzo. Esto se hizo con la connivencia del Ministerio de Sanidad, que sabía que los datos eran ya en esos días especialmente preocupantes en Madrid. Solo esto ya debería ser suficiente para desacreditar el populismo identitario en el futuro.

El coronavirus ha sido el mayor baño de realidad que ha conocido la humanidad desde que muchos tenemos memoria. Queda saber si estamos preparados para comprender su mensaje.