Cristian Campos-El Español
La imagen de los diputados del Parlamento Europeo cogidos de la mano y despidiendo a los eurodiputados británicos con la canción tradicional escocesa Auld Lang Syne sólo puede apelar a menores de edad y flojos de entrañas. Lo normal es sentir vergüenza ajena. Lo perspicaz, constatar que la clase política española no es de peor calidad que la del resto de Europa. Lo inteligente, empezar a replantearse un par o tres de lugares comunes sobre la Unión Europea.
Ayer a mediodía habría apostado a que la idea fue de un nórdico de algún partido socialdemócrata de por aquellos lares. Un nórdico nacido entre seracs e intoxicado por una enorme ingesta de glögg, vegano por supuesto, partidario de la Europa de los pueblos –como Adolf Hitler– y admirador de Carlinhos Brown.
A veces me pregunto por qué tres de mis principales identidades –catalán, ateo y liberal– han acabado convirtiéndose en motivo de vergüenza. Y eso a pesar de considerarme el cisne negro de todas ellas. Como en el chiste, preferiría decir que toco el piano en un burdel antes que confesar mis verdaderas filiaciones. Pero ese es otro tema.
Las imágenes del Parlamento Europeo han servido en cualquier caso para catalogar a los diputados españoles. Desde un punto de vista estrictamente taxonómico, y a la vista del vídeo, los hay que se escabullen con dignidad. Quizá porque tienen hijos y no desean que estos les pierdan el respeto. Quizá porque son adultos.
Los hay que se suman avergonzados al corro de la europatata porque el sueldo lo justifica y a estos también hay que entenderlos.
Pero los hay tan entusiasmados que sólo les falta un tocado de pomelos para completar su transición a Xuxa de la UE. De estos hay que huir como alma que lleva el diablo porque un hombre incapaz de sentir vergüenza no es de fiar.
Miren. Yo entiendo la dificultad de conseguir que setecientos millones de europeos se sientan emocional, y no sólo racionalmente, implicados en la idea de una superestructura administrativa como la UE. Especialmente cuando esta intenta imponer a sangre y fuego –literalmente a sangre y fuego: que se lo pregunten a los vecinos de la banlieue de París o de los barrios periféricos de Estocolmo– un nuevo sistema de valores teóricamente progresistas y que niegan el viejo sistema de valores culturales, políticos, filosóficos y religiosos que dieron forma a Europa.
El concepto es fácil de entender. Si los valores de Carlomagno hubieran sido los de la UE actual y los viejos valores europeos hubieran resistido sin embargo en la Alejandría del siglo VI, hoy seríamos nosotros los que cruzaríamos el Estrecho en dirección a África y Europa sería poco más que la playa de poniente de la Unión Soviética.
«Queremos que te sientas europeo pero abominando de todo aquello que ha conformado Europa tal y como es hoy» es, ya ven, un plan sin mácula. ¡Pero si ni siquiera han logrado erradicar el concepto de «pueblo» defendido todavía hoy por los socialistas y los nacionalismos! Y ese, amigos, era el principal motivo para creer, aunque fuera a regañadientes, en la idea de la UE.
Antes, en fin, acabará la UE con los Estados nación que con las identidades locales que los amenazan. Antes acabará la UE con el liberalismo que con el socialismo, las políticas de la identidad y las nuevas religiones posmodernas. Antes acabará la UE con España que con Cataluña, el País Vasco y demás regímenes feudales retrógrados.
¿A estas alturas todavía andamos engañándonos a nosotros mismos? Todos los sistemas ideológicos que han intentado negar la naturaleza humana y fabricar desde cero nuevas lealtades ideológicas, sexuales o culturales artificiosas han fracasado con estrépito, frecuentemente al coste de decenas de millones de vidas.
El comunismo ha intentado convencer a los obreros de que su vínculo con un obrero de otro país cualquiera es mucho más poderoso que su vínculo con un empresario de su propia nación.
El socialismo ha intentado convencer a los hijos de que sus vínculos de sangre con sus padres y sus abuelos deben ser laminados frente a los vínculos con la comunidad y con el Estado.
El feminismo ha intentado convencer a las mujeres occidentales de que existe una conexión telúrica mucho más potente con las mujeres de Arabia Saudí que con los hombres de su propia ciudad.
El islam ha intentando convencer a los musulmanes de que el vínculo religioso que les une a los creyentes de otras naciones musulmanas está por encima de cualquier interés personal o profesional y de que supera incluso a los ligámenes familiares, legales o morales. El resultado del experimento está a la vista.
El globalismo intenta ahora convencernos de que nuestro vínculo con un burócrata belga, noruego o alemán de Bruselas es mucho más lógico, racional y beneficioso que el vínculo con un castellanohablante de Venezuela, Chile o México emigrado –o no– a nuestro país.
Ninguna de esas afirmaciones es cierta y los motivos no tienen nada que ver con el nacionalismo sino con millones de años de evolución y la conformación natural de kilómetros sentimentales jamás superados por los dogmas de ideología o religión alguna: tu pareja y tus hijos > tu familia y tus amigos cercanos > tus conocidos y saludados > tus compatriotas > gente con la que mantienes un vínculo cultural, religioso o lingüístico > el resto de la humanidad, a mucha distancia.
Es posible incluso cuantificar el número de personas con el que cualquier ser humano es capaz de mantener un vínculo emocional natural, espontáneo y sincero: alrededor de ciento cincuenta. Más allá de ese círculo de proximidad, el resto de la humanidad nos importa a todos un soberano carajo y cualquier ligamen debe pasar necesariamente por una hiperracionalización forzada de la empatía en forma de construcciones ideológicas más cercanas al voluntarismo que a la realidad. «Ciudadanos del mundo» y engendros similares.
El Estado nación soberano es, de momento, el artefacto más perfecto jamás creado por el hombre para la conjugación de esa emocionalidad primigenia con la idea de una ciudadanía de libres e iguales estrictamente administrativa. En el nivel inferior al Estado nación moran los bárbaros del tribalismo, las flautas de cuerno de cabra y el RH. En el superior, los burócratas redentoristas del gulag y los campos de reeducación y de exterminio.
Lo repito. No es nacionalismo. Es ciencia. Verdadera ciencia política, en el sentido más estricto del término. Van a hacer falta muchos corros de la europatata, en fin, para convencerme de lo contrario.