El argumento central de nacionalistas y confederalistas es que catalanes, vascos y gallegos tienen una identidad propia, lo cual obliga a reconocer a sus territorios como sujetos políticos diferenciados. Para los conservadores esto se explica a partir del derecho natural, de un alma colectiva nacida en coyunturas históricas remotas, de la existencia misma de dicha identidad sin más explicaciones o de metafísicas parecidas. Pero la realidad es que las identidades no son revelaciones laicas o divinas sino que se crean y modifican continuamente. Lo hacen de forma espontánea a través de la transmisión familiar y comunitaria y en sociedades modernas cada vez más a través de la escuela y de los medios de comunicación. Son, en definitiva, el resultado de diseños y programas políticos.
¿Por qué no se abordó el reto identitario en el diseño constitucional de 1978? Los nacionalistas vascos y catalanes aprovecharon el estado de las autonomías para hacerlo, pero no así las fuerzas políticas progresistas con proyección estatal. Mientras Adolfo Suárez y los conservadores a lo Herrero de Miñón reconocían la legitimidad y la continuidad institucional de la Generalitat de Cataluña y de los fueros vascos incluso antes de la aprobación de la Constitución de 1978, se negaron a hacer lo mismo con la legalidad republicana. Bajo la amenaza de golpe de Estado, sin identificar la importancia política del problema y dejándose llevar por la inercia impuesta por los pactos de la Transición, que incluían un fuerte apoyo en Madrid a los nacionalistas conservadores y su concepción metafísica de las identidades, los partidos herederos de las tradiciones democrático-republicanas optaron por esquivar el problema.
Los que en realidad hicieron fue adoptar la posición de Azaña de 1932. Para Azaña, la cuestión lingüística era la llave para abordar la particularidad territorial de Cataluña, el País Vasco y Galicia. Sirvió para segmentar un conjunto de “nacionalidades históricas” de otras que no eran merecedoras de este título por el hecho de no disponer, aparentemente, de lengua propia. En vez de abordar la construcción de una identidad compartida en todo el territorio de la República, Azaña teorizó la asimetría identitaria haciéndole una importante concesión al pensamiento metafísico-prerrepublicano. “La diferencia política más notable que yo encuentro entre catalanes y castellanos está en que nosotros los castellanos lo vemos todo en el Estado y donde se nos acaba el Estado se nos acaba todo, en tanto que los catalanes, que son más sentimentales, o son sentimentales y nosotros no, ponen entre el Estado y su persona una porción de cosas blandas, amorosas, amables y exorables que les alejan un poco la presencia severa, abstracta e impersonal del Estado” declaró en el famoso debate del Congreso de 1932.Con su propuesta asimétrica, Azaña concedía a las “nacionalidades históricas” el derecho a una identidad hija de tiempos remotos y abogaba por una concepción “fría” o enteramente racional para el resto
Con su propuesta asimétrica Azaña les concedía a las “nacionalidades históricas” el derecho a una identidad hija de tiempos remotos y abogaba por una concepción “fría” o enteramente racional para el resto arrojándole a la orfandad identitaria en vez diseñar una identidad común a todos los ciudadanos y territorios. Tenía miedo de que los monárquicos y españolistas ganaran la batalla de las “cosas blandas y amorosas” si abría el melón de los sentimientos al sur del Ebro e intentó dividir a las derechas. Al hacerlo, cometió un grave error estratégico que las fuerzas progresistas aún no se han superado.
Los partidos democrático-republicanos que hicieron la transición de 1978 han reproducido esta arbitrariedad y aceptado las asimetrías que de ella se derivan y los argumentos de Azaña son los de muchos progresistas españoles hasta hoy: “ellos tienen derecho a construir una identidad propia pero si lo hacemos nosotros tendremos que vérnoslas con el españolismo rancio y poderos que nos acabará ganando la partida. Las circunstancias nos imponen un debate identitario, de forma que sumémonos al carro de los nacionalistas catalanes y vascos para que nadie pueda identificarnos con aquellos”.
Este terror a caer en las garras del españolismo nace de una posición defensiva. Ha empujado a la izquierda a un seguidismo de las opciones independentistas, primero identitario y luego político, en detrimento de una agenda política solidaria y federal. Hasta que no se libere de su terror, las fuerzas conservadoras seguirán disfrutando de su hegemonía electoral al norte y al sur del Ebro y la agenda social y solidaria seguirá triturada por el enfrentamiento identitario-territorial.
Armando Fernández-Steinko es catedrático habilitado de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid.