Ignacio Marco-Gardoqui, EL CORREO, 20/9/12
Cuando se exacerban las tensiones independentistas, se desata inmediatamente el debate sobre el coste económico, si lo hubiere, inherente a la decisión. Como era de esperar, las posturas se polarizan alrededor de los extremos. Los defensores de la independencia, de Cataluña o en su caso de Euskadi, visualizan el futuro de su nación como una Arcadia feliz de cuyas fuentes manarán la leche y la miel y en cuyos campos, una vez liberados de las gruesas cadenas que nos atan a la rémora de España, caería copioso el maná en las noches estrelladas. Los otros, los defensores de seguir unidos, tendemos a pensar que sería un desastre total, supondría un empobrecimiento mutuo relevante y aumentaría el paro de manera escandalosa.
Pero lo cierto es que, por mucho que nos empeñemos y por más que nos arrojemos piedras mutuamente, se puede aventurar el resultado, pero no conocerlo de antemano. ¿Por qué? Pues porque depende de la reacción de los agentes sociales involucrados. Los economistas acostumbramos a explicar las cosas recurriendo al concepto del ‘Ceteris páribus’ que trata de explicar lo que sucede en un modelo cuando una de las variables presentes cambia, permaneciendo todas las demás constantes. Aplicado al caso y como suele ocurrir, el método soluciona todo, pero solo en la ‘teoría’. Efectivamente, si, como pretenden los independentistas, todos los que nos compran nos siguen comprando; todos los que nos venden nos siguen vendiendo; todos los que trabajan aquí siguen trabajando aquí y todos los que invierten siguen invirtiendo, la conclusión es que no pasaría prácticamente nada por el hecho de que se produjese la segregación de una parte.
Por el contrario, si, como pensamos otros, serían muchos los agentes intervinientes que modificarían su actuación y comportamiento, como consecuencia de la proclamación de la independencia (por ejemplo provocando la negativa a aceptar en la UE y el euro al nuevo país, o cambiando de proveedor y dejando de consumir productos producidos en la comunidad segregada), el coste sería muy elevado. Tanto más, cuanto mayor fuese esa modificación.
¿Cómo será la realidad? Pues supongo que menos complaciente de lo que piensan los independentistas, pero también menos abrupta de lo que sospechamos los demás. En economía, la gente tiende a actuar con racionalidad. He dicho tiende, porque a la vista está que no siempre actúa con ella. Y eso nos llevaría a pensar que, pasado el primer momento de disgusto, compraría donde le salga más barato y vendería donde pueda y le paguen más. Es decir, no creo que fuese tan grave, siempre y cuando se tratase de una separación a la checoslovaca. Porque, no quiero ni pensar lo que sería una separación a la yugoslava.
En toda esta algarabía (Rajoy dixit) hay un asunto capital, que es la relación con Europa. Es evidente que, fuera de la UE y del euro, Cataluña o Euskadi sobrevivirían con extrema dificultad. Hasta tal punto es así que, a mí, la cuestión no me da, de momento, tanto miedo. Mientras el aguerrido Mas o el discreto Urkullu vayan a Madrid a hablar de todo esto, no pasará nada irremediable, porque allí les resultará imposible obtener sus exigencias. Ellos lo saben mejor que nadie, así que, tranquilos, es la constatación de que, en realidad, no lo quieren. Cuando empiecen a ir a Bruselas a hablar de esto, y solo si volvieran con una sonrisa en los labios, entonces habrá llegado el momento de la preocupación.
Por ahora, ¿qué dice Europa de todo esto? Pues si repasan el artículo 49 del Tratado de la Unión comprobarán que allí se determina lo siguiente: «Cualquier Estado europeo que respete los valores mencionados en el artículo 2º y se comprometa a promoverlos podrá solicitar el ingreso como miembro en la Unión… El Estado solicitante dirigirá su solicitud al Consejo, que se pronunciará por unanimidad después de haber consultado a la Comisión y previa aprobación del Parlamento Europeo, el cual se pronunciará por mayoría de los miembros que lo componen… Las condiciones de admisión y las adaptaciones que esta admisión… serán objeto de un acuerdo entre los Estados miembros y el Estado solicitante. Dicho acuerdo se someterá a la ratificación de todos los Estados contratantes, de conformidad con sus respectivas normas constitucionales».
Lo cual, nos blinda frente a la fórmula yugoslava. Sinceramente, a Mas le veo en la manifestación (en la próxima), pero no en la barricada. Otra cuestión, menos importante, pero en absoluto desdeñable y de la que no oigo hablar, es el resultado que daría el juego del IVA en los intercambios comerciales de Cataluña con el resto de España, un mercado que les absorbe, cada año, 52.000 millones de euros en mercancías. Ahora son ellos quienes ingresan el IVA, a pesar de que lo pagan los españoles que compran sus productos y utilizan sus servicios y, al final, se lo suman al grueso capítulo de sus agravios, cuando son otros quienes han realizado el esfuerzo de pago. Puesto que la exportación está exenta de IVA, todo ese dinero desaparecería de sus ingresos fiscales. ¿Han hecho bien los cálculos de cómo quedaría su balanza fiscal, considerando el enorme exceso de sus exportaciones sobre sus importaciones? Si quieren más, de las cosas de comer, vayan al asunto de las pensiones, en donde su estructura demográfica, no digamos la nuestra en Euskadi, convierte en una ruina el saldo entre prestaciones y cotizaciones.
Lo que causa asombro es que los partidos de izquierda catalana caminen de la mano, o incluso arrastren a la odiada burguesía, por las calles de Barcelona tras una propuesta que, digan lo que digan, pretende reducir y limitar la solidaridad de una comunidad rica frente a las comunidades pobres. ¿Se imaginan qué dirían, ellos mismos, si los catalanes ricos salieran a las calles para reclamar un límite, por cierto mucho más generoso, a su solidaridad con los parados y/o indigentes catalanes? ¿Es eso ser progresista? Vivir para ver.
Bueno, pues todo esto nos devuelve al principio del comentario. No hay forma de saber cómo de ruinosa sería la independencia, pero sólo a la vista de estos datos, da la impresión de que no será muy buen negocio. Para nadie. ¿No creen?
Ignacio Marco-Gardoqui, EL CORREO, 20/9/12