Mikel Buesa-Libertad Digital
El de la guerra y el de la epidemia son dos problemas completamente distintos; y que es incorrecto y desorientador pretender abordar este último como si fuera aquel.
El presidente del Gobierno no pierde ocasión para presentar la lucha contra la epidemia del coronavirus como una guerra; y sin duda ha tenido éxito en lo que haya pretendido con ello –seguramente afianzar en la opinión pública el estatismo frente a la sociedad civil–, pues ya son legión los periodistas que han adoptado esa terminología, extendiéndola, además, sobre el abordaje de la enfermedad y sobre sus consecuencias económicas. Se habla así con frecuencia, tanto desde el poder como desde la prensa, de la necesidad de una economía de guerra. Y se habla, sin duda, sin el menor conocimiento del asunto, pues conviene aclarar de entrada que, desde la perspectiva económica, la bélica y la epidemiológica son crisis casi exactamente inversas.
Veámoslo. El problema de la guerra es el de movilizar todos los recursos de la sociedad –trabajo, capital y talento innovador– para sostener el esfuerzo bélico; es decir, para facilitar una inmensa utilización pública de recursos de capital, trabajo, bienes y servicios –armamento, pertrechos, comunicaciones, transporte– en la equipación y sostenimiento de la fuerza combatiente, a costa del consumo y la inversión privados. Ello implica una enorme reordenación de la mano de obra –gran parte de la cual se emplea en los ejércitos– entre los sectores público y privado que trastoca la estructura económica. E implica también la necesidad de una intervención sobre el consumo, toda vez que la reducción del volumen de bienes y servicios destinado a esta función obliga al racionamiento y a la intervención de precios para asegurar que toda la población pueda acceder a ellos, al menos en una cantidad tasada. El corolario inevitable de esta situación es la aparición del mercado negro, la especulación sobre las mercancías más escasas y el enriquecimiento ilícito. Conviene añadir que todo esto se realiza siempre bajo la autoridad y la planificación del Estado, lo que resta fuerza al mercado como sistema de asignación de recursos, aunque ello no implique casi nunca la necesidad de estatalizar la producción, de manera que la iniciativa privada puede encontrar cobijo en el sistema planificado.
El problema de una epidemia agresiva y letal como la que ahora nos ocupa es, por el contrario, el inverso. Puesto que para nuestras sociedades avanzadas es intolerable la extensión de la muerte hasta niveles tales que puedan diezmar a la población y reducirla drásticamente –téngase en cuenta que, en actual el caso español, si se reprodujeran los resultados históricos a los que luego me referiré, estaríamos hablando de entre 376.000 y 1.128.000 fallecidos–, de lo que se trata es de retirar del sistema productivo a una gran parte de los trabajadores para confinarlos en sus casas y evitar su contagio. Al contrario que la economía de la guerra, la epidémica es una economía de desmovilización de los recursos laborales, con implicaciones muy relevantes sobre el capital, pues éste queda indefectiblemente ocioso. Se trata, eso sí, de una desmovilización parcial, aunque extensa, puesto que se considera necesario mantener actividades de abastecimiento general de energía, telecomunicaciones, alimentos, pertrechos farmacéuticos, servicios recreativos y de información, servicios de seguridad y servicios sanitarios. Para resolver esa desmovilización y evitar que dé lugar a la quiebra de las empresas –y con ella a la desvalorización del capital– no se necesita poner la economía bajo la autoridad y la planificación estatal, sino más bien bajo un paraguas financiero público que sea capaz de sostener simultáneamente las rentas de los trabajadores –al menos en un nivel mínimo que les garantice su supervivencia durante los meses de propagación de la enfermedad– y el cumplimiento de las obligaciones de pago tanto de particulares como, sobre todo, de empresas a fin de evitar la quiebra de éstas.
El lector comprenderá inmediatamente que el de la guerra y el de la epidemia son dos problemas completamente distintos; y que es incorrecto y desorientador pretender abordar este último como si fuera aquel. No obstante, hay un ámbito en el que la economía de la guerra proporciona lecciones y experiencia para resolver una parte –pequeña, aunque llamativa e incluso escandalosa– del problema epidémico. Me refiero al abastecimiento de los equipamientos y los pertrechos sanitarios –mascarillas, geles, alcohol, vestimentas protectoras, respiradores, oxígeno y medicamentos– que, pudiendo ser insuficientemente proporcionados tanto por los productores nacionales como por los importadores, como ha sido el caso en España, puede requerir de la intervención planificadora del Estado a fin de asegurar su producción interna. Para ello, basta con establecer las necesidades, buscar las industrias que pueden reorientar temporalmente su producción y ofrecer los contratos correspondientes al sector privado con la garantía de pago por parte del Estado. No son necesarias ni incautaciones ni intervenciones de precios ni discursos huecos como los que, lamentablemente han presidido en nuestro caso la actuación de la autoridad sanitaria, con una notable ineficacia, por cierto, que ha dado lugar a un desabastecimiento generalizado.
Así como tenemos experiencia en la economía de guerra –y también formación para gestionarla dentro del estamento militar–, carecemos de ella en cuanto a la economía epidémica. Y no porque no haya habido epidemias en el pasado, sino sencillamente porque ha sido con el coronavirus cuando, por primera vez, la sociedad ha renunciado a sacrificar a una parte significativa de su población y tratado de preservar en la medida de lo posible la vida humana. Por ejemplo, en la España del siglo XIX se dieron cinco epidemias de cólera, de las cuales las más letales fueron las de 1833 a 1835 y 1853 a 1856. Cada una de ellas se saldó con unas 300.000 muertes –es decir, con el 2,4 por ciento de la población, en el primer caso, y el 1,9 por ciento, en el segundo–. También fue importante la de 1885, cuyas 130.000 víctimas redujeron el censo en un 0,8 por ciento. Y ya en el siglo XX tuvimos la gripe de 1918-1919, con ocho millones de infectados –más de un tercio de la población– y 260.000 muertes –el 1,2 por ciento de los habitantes del país–. Todas estas crisis dieron lugar a períodos de estancamiento económico de uno o dos años, menos la de 1865, que se alargó hasta el comienzo de la década siguiente. La española era entonces una economía relativamente cerrada y predominantemente agraria; en ella existían altos niveles de subempleo y de pobreza, con lo que la incidencia de las pérdidas humanas sobre la masa laboral estuvo amortiguada por esas circunstancias. Ese no es el caso actual, en el que, según los datos que ha difundido la Seguridad Social, hay ya más de seis millones de trabajadores bajo su paraguas protector; y se prevén pérdidas en el PIB que pueden llegar hasta el 10 por ciento de su tamaño. Nunca se había llegado a estos extremos, nuestra economía es ahora de una notable complejidad estructural y mantiene unos altos niveles de conexión internacional. Por eso la experiencia histórica no proporciona respuestas a una crisis como la que ya enfrentamos. Apelar a la economía de guerra es, en esto, un desvarío que a lo único que puede llevar es a desenfocar los problemas y a dificultar su solución.