El cristiano ante el terror

FEDERICO FERNÁNDEZ DE BUJÁN – ABC – 30/07/16

· «A través de los Evangelios, lo primero que encontramos es que matar invocando a Dios es una abominación. Es preciso pedir a todos los musulmanes que aíslen a esos asesinos, y a sus imanes que los condenen»

El asesinato del padre Jacques Hamel, degollado por Daesh ante el altar, nos deja el corazón estremecido y el alma inquieta. Desde esta confusa situación anímica me interrogo: ¿cuál debe ser la actitud de un cristiano ante crímenes tan desalmados como los que estamos sufriendo? Solo hay una respuesta: mirar a Cristo. El cristianismo no es un código moral. Ni siquiera es –como suele afirmarse junto a los otros dos credos monoteístas– una religión de libro. Es, por el contrario, la única que se atreve a proclamar que Dios hecho hombre habitó entre nosotros. Y esta asombrosa realidad no es solo para redimirnos, y convertirnos en herederos del Cielo, sino también para brindarnos un modelo a imitar en la Tierra.

¿Cómo podemos descubrir a Cristo? A través de los Evangelios, que nos refieren aquello que dijo y, sobre todo, aquello que hizo. Y lo primero que encontramos es que matar invocando a Dios es una abominación, un sacrilegio, una profanación de su Nombre. Por ello, es preciso pedir a todos los musulmanes que aíslen a esos asesinos, y a sus imanes que los condenen. En Occidente y desde los países árabes se recalca: hay que distinguir entre islam y musulmanes. Y es verdad, pero el planeta tiene que comprobar que el mundo musulmán, en su totalidad, condena con firmeza cualquier atentado en nombre de Alá. ¿Qué pasaría si unos cristianos, perturbados o malignos, degollasen a musulmanes en una mezquita? Papa, clero y seglares reaccionarían, de inmediato y con carácter universal, condenando tan execrable acción y subrayando que pervierte el mensaje cristiano.

Desde esta firme atalaya, nos adentramos ahora en una insondable paradoja: «El amor a los enemigos». Aquí paradoja es una aserción que, bajo apariencia desconcertante, encierra una verdad difícil de reconocer. Afirma Cicerón: «Lo que los griegos llaman paradójico nosotros lo llamamos asombroso», (Cic., De fin. 4,74). Cristo vive y predica el perdón, que requiere renunciar a la venganza y rogar por los agresores. Es la Justicia del Reino que trasciende la justicia humana, es también el sentido último del Derecho, directum, que equivale a recto. En la Sagrada Escritura lo Justo coincide con lo Santo. Por ello, el Derecho es, por ser recto; lo recto es, por ser justo; y lo justo es, por ser santo.

El mal causado por un hombre con el propósito de dañar a otro es radicalmente contrario a la Voluntad de Dios. Si está presente, y en ocasiones prevalece, es imputable, exclusivamente, a la conducta del hombre que Dios creó libre. Un abuso de su libertad es la causa que provoca la violencia y ocasiona daño y dolor, individual y social.

En nuestra reflexión, nos preguntamos ahora: ¿en qué medida estos comportamientos y actitudes pueden ser trasladados del plano de la exigencia personal de cada cristiano al ámbito social? A mi juicio, no es posible imponer colectivamente una formulación de tales dimensiones ideales. Además, de los pasajes evangélicos que predican el perdón no cabe deducir una prohibición de combatir –con el fin de impedir– el mal en el mundo y reprimir socialmente la agresión injusta.

Ahora bien, Juan Pablo II, en el Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz de 2001, recuerda que la sola violencia nunca logrará la anhelada paz. Así, ante los dramáticos sucesos que conmocionaron al mundo el 11 de septiembre de 2001 y frente a la amenaza de una conflagración mundial, hoy dramáticamente hecha realidad, afirmaba: «No hay paz sin justicia». Deben instrumentarse vías de consecución de la justicia para todos los pueblos. Pero la defensa contra la agresión no puede anegar el mensaje evangélico. Frente a la cruenta realidad, histórica y actual, que sitúa al hombre y las naciones ante situaciones de injusticia y violencia, recuerda con firmeza la enseñanza del Maestro: «No hay paz sin perdón».

En su Mensaje de la Jornada de la Paz de 2007, Benedicto XVI recuerda: «La paz es un don y una tarea… si bien es verdad que… supone un compromiso permanente es también un regalo de Dios». Con el mismo sentir el Papa Francisco, en el Ángelus del domingo anterior al atentado, ante los gravísimos ataques terroristas afirma: «Cuanto más insuperables parecen las dificultades y más oscuras las perspectivas de paz, más insistente ha de ser nuestra oración».

La sola justicia humana no es capaz de resolver de forma definitiva los conflictos. Es necesario ir más allá. Se hace preciso lograr metas que son inalcanzables con las solas fuerzas humanas. «Justicia y perdón, he aquí los dos pilares de la paz entre los que no hay contradicción, sino complementariedad». (Juan Pablo II en el Mensaje citado).

Solo resta implorar: ¡Papa emérito Benedicto, ilumínanos. Papa Francisco, condúcenos. San Pablo II y san Jacques Hamel, protegednos!

FEDERICO FERNÁNDEZ DE BUJÁN ES CATEDRÁTICO DE DERECHO ROMANO DE LA UNED – ABC – 30/07/16