Ignacio Camacho-ABC

Sánchez va a legitimar a un zombi política y jurídicamente inhabilitado, que ni pinta ni manda ni nadie le hace caso

Pedro Sánchez sería muy libre de humillarse ante el xenófobo «Le Pen» Torra si no fuese porque su condición de presidente traslada esa humillación al Estado que representa. Y fue él quien la semana pasada, al plegarse ante la presión de Rufián, concedió ese denigrante carácter a la entrevista que había decidido cancelar, con buen criterio, unas horas antes, rectificación exprés que significaba pura y simplemente la claudicación ante un chantaje. Dejando al margen ese bochornoso detalle, la cita representa en sí misma una escenificación inaceptable de pretendida simetría entre dos instituciones sometidas a una relación de jerarquía y por lo tanto necesariamente desiguales. Se mire por donde se mire, es un disparate. Y la estrambótica explicación de María Jesús

Montero, comparando a los dos personajes con dos figuras de la Transición como Carrillo y Suárez, constituye un insulto a la inteligencia y a la memoria que no tiene un pase.

Sucede que además Torra es en este momento un zombi, un espectro política y jurídicamente inhabilitado, razón suficiente para darle portazo al menos hasta que el Supremo resuelva el recurso que tiene planteado. No manda ni pinta nada, ni en el plano teórico ni en el práctico; los suyos lo desprecian como un monigote estrafalario y, al anunciar sin fecha la convocatoria de elecciones, ha suspendido en un extraño limbo su propio mandato. Ya no es cuestión de que todo el mundo sepa que es un títere de Puigdemont y que no mueve un dedo sin que lo autorice el fugado, sino de que nadie le hace caso ni el bloque independentista, cada vez más resquebrajado, le reconoce ninguna clase de liderazgo. Y si nada de eso bastase -¿qué más necesitaría un dirigente sensato?-, la agenda de la reunión que ha fijado, con la autodeterminación y la amnistía como únicas materias de «diálogo», no merece otra respuesta que el rechazo. Sánchez no podrá siquiera alegar engaño, ni utilizar la visita como ficción para mantener el artificioso «relato» porque el interlocutor es un juguete roto, un espantajo. Y es dudoso que a Junqueras, que es quien lo ha impuesto, le sirva de algo este simulacro con el que trata de comprometer al rival interno en su estrategia de pacto.

Lo de hoy no alcanza la categoría de traición, de vileza o de contubernio con que seguramente la oposición etiquetará el encuentro. Es algo más torpe e inútil que eso: un gesto de sometimiento con el que el presidente menoscaba su crédito y arrastra el prestigio de las instituciones por el suelo para transigir con las exigencias de un preso. Un trámite vejatorio e innecesario sin el menor efecto porque el apoyo de ERC a los presupuestos tiene otro -y mucho mayor- precio. Una incursión al ficticio «cuarto del fantasma» con que en las antiguas casas de campo o de pueblo los niños se desafiaban a pasar miedo para acabar comprobando que no había nada dentro.