Miquel Giménez-Vozpópuli
  • Hoy me permito escribir un cuento para niños adultos

Érase una vez dos hermanos, Pepito y Juanito, que vivían en un lejano reino perdido entre la nada y el abismo. A Pepito, cuando despuntaba el sol, lo encontraba afanándose en su pequeño taller de zapatero. Juanito era todo lo contrario. Dormía a pierna suelta hasta el mediodía, no le gustaba trabajar y vivía de la generosidad de Pepito, que lo mantenía sin reprochárselo porque, además, tenía buen corazón.

En cambio, a Juanito lo poseía el feísimo pecado de la envidia y aborrecía a su hermano. “¿Por qué él ha de tener casa, dinero en la faltriquera y gozar de la estima de los habitantes del pueblo y yo no?” se repetía a diario con la cara verdosa que delata al que le roen las entrañas, los celos. Pero hete aquí que un mal día apareciósele un diablillo de ojos achinados, cola retorcida, cuernecitos y tridente y, con la voz seductora que acostumbran a emplear, le susurró al oído “Tienes razón, Juanito, tú te mereces todo lo que tiene ese bobo y mucho más. ¿Acaso no eres más listo? ¿No sois hermanos?¿Qué mérito hay en tener dinero a base de trabajar como un mulo todo el día? ¡Coge lo que es tuyo, que bien ganado lo tienes!”.

Dicho y hecho, Juanito decidió arrebatarle a Pepito todo lo que poseía, y convocó a sus amigotes en la taberna, exponiéndoles las biliosas razones que le había dado el diablillo. Y como fuera que todos eran igual de vagos y envidiosos acordaron hacerse con el puesto de burgomaestre del villorrio, que sería para Juanito, así como con todos los otros que se repartirían entre aquella tropa de ganapanes. Llegaron las elecciones y como Pepito y los que eran como él solo se dedicaban a trabajar y a asegurar el bienestar de sus casas, ganó Juanito y su facción de gandules.

Dicho y hecho, Juanito decidió arrebatarle a Pepito todo lo que poseía, y convocó a sus amigotes en la taberna, exponiéndoles las biliosas razones que le había dado el diablillo

Fue entonces cuando este, revestido con el collar de burgomaestre y con toda la pompa y el boato que pudo, porque tenía además el pecado de la soberbia, dijo que su primera ley sería quedarse todo el producto del esfuerzo de aquellos que trabajaban, que no habría más propiedad privada que la suya y la de sus acólitos, que podía llevarse lo que le viniese en gana de la casa que mejor le pareciera y que todos debían entregarle el fruto de su labor. Algunos se opusieron, pero los amigotes del burgomaestre los hicieron callar a base de vituperios, cuando no pedradas y botellazos.

Pasaron los años y el pueblo fue convirtiéndose en un erial. Algunos habían marchado en busca de otras tierras; otros murieron de pena; los más, se pasaron al partido del burgomaestre, adoptando su modo de vida de rapiña. Cuando no quedó nadie que cultivase los campos, moliera la harina, amasase el pan o guardase la viña, Juanito dijo que la culpa era de sus adversarios. Y salieron todos en turba hacia la casa de Pepito, que era el único que seguía con en su oficio, cosiendo zapatos. Los recibió con una dulce sonrisa. “¡Danos todo lo que tengas!”, le espetó Juanito, a lo que el zapatero respondió “Solo poseo este par de zapatos, no me queda nada más”.

Cuando no quedó nadie que cultivase los campos, moliera la harina, amasase el pan o guardase la viña, Juanito dijo que la culpa era de sus adversarios

Aquellos energúmenos se abatieron sobre el pobre artesano arrebatándole la vida de pura rabia sin que el hermano mediara ni dijese palabra alguna. Solo cuando contempló con frialdad el cuerpo inerte de su hermano observó que el par de zapatos llevaban bordadas sus iniciales. Pepito, sabedor del destino que le aguardaba, había querido ser generoso hasta el último instante con aquel mal hermano que, indiferente, arrojó los escarpines a la lumbre para que ardieran.

Moraleja: hacer el bien no produce automáticamente el bien, porque el mal es refractario a este. No sé si me entiende, señor Feijóo.