Pedro José Chacón-El Correo
La convivencia se vuelve un infierno cuando alguien, desde el anonimato, aprovecha la crisis para señalar a sanitarios o empleados de supermercado
Son ya bastantes los casos que se han dado, a lo largo de este confinamiento, de escritos anónimos que quieren generar el miedo en todo el barrio ante la posibilidad de que un vecino sanitario, o incluso empleado de supermercado, contagie al resto si no guarda las preceptivas medidas protectoras. Pasar de ahí a algo más contundente es muy fácil, como muestra el caso de la enfermera de Barcelona cuyo coche apareció con la pintada de «rata contagiosa», propia más bien de una psicosis pestífera. Un médico en Alcázar de San Juan, una celadora en Alcorcón y una cajera en Cartagena también han sufrido este tipo de delaciones de sus vecinos.
Estamos ante un fenómeno típico de situaciones extremas que persigue aprovechar el miedo al virus para que la gente reaccione contra el señalado. Y es una tendencia universal. En Francia se repite lo mismo: en Toulouse, Bretaña o cerca de París. El caso más próximo ha ocurrido en Bayona, donde ya han localizado a los autores. Y resulta que en el país vecino estos episodios, con cartas anónimas, delaciones y señalamientos, remiten, en su acervo cultural del que se sienten tan orgullosos -y con razón, todo hay que decirlo-, a una película de referencia que se llama ‘Le corbeau’ (El cuervo), de Henri-Georges Clouzot, estrenada en 1943 durante el régimen de Vichy, que dejó definidas para la posteridad, en hora y media de metraje, las claves de ese comportamiento social tan enfermizo.
La película se convirtió definitivamente en objeto de culto a partir de 1947, año en el que Clouzot quedó rehabilitado y siguió produciendo obras maestras como ‘El salario del miedo’ o ‘Las diabólicas’, en las que el cineasta desciende de nuevo a lo más turbio de la condición humana. ‘El cuervo’ explica el mecanismo mediante el cual la convivencia social se puede convertir en un infierno cuando alguien decide pasar al anonimato para, desde ahí, denunciar las faltas y vicios de sus convecinos, respondan o no a la realidad. Quien los escribía y remitía firmaba como «Le corbeau» y hoy en Francia, tanto en medios judiciales como de vida cotidiana, al autor de anónimos se le llama así: ‘corbeau’ (cuervo). Mediante la sucesión de anónimos dirigidos a personas señaladas, el filme va creando un ambiente de delaciones cruzadas y de tensión creciente, desplegándose en un triple haz: una masa humana cada vez más excitada cuya única pulsión es el miedo, un puñado de cínicos y sin escrúpulos que la dirigen y los chivos expiatorios que permiten a la masa dar rienda suelta a sus frustraciones.
Produce escalofríos pensar cómo el director -sin referirse para nada a la ocupación nazi de Francia y con la Segunda Guerra Mundial en su momento álgido, tras la batalla de Stalingrado y el comienzo del fin para la supremacía alemana- puede convertir un motivo nimio y vulgar de un pueblo perdido de Francia en metáfora de la convivencia humana saboteada desde el anonimato y el terror. Porque el principal aliado del miedo es el anonimato: nada hay más terrorífico que desconocer quién nos aterroriza. El terror acaba impregnando a la comunidad entera, que lo intenta exorcizar erigiendo culpables, estos sí con cara y nombre y apellidos, generándose aún más miedo cuando vemos a esa masa descargando su furor atávico contra sus víctimas desasistidas.
Los episodios puntuales de acoso que están ocurriendo en pleno confinamiento, de muy baja intensidad comparados con los descritos en la película de Clouzot, deben prevenirnos, no obstante, ante estos pliegues oscuros de la condición humana. Nunca se resuelve nada desde el anonimato y sí desde el individuo identificado y dando razones de sus actos. Esto hay que recordarlo siempre porque las redes sociales que nos apabullan están atestadas de anónimos francotiradores. Que nuestra convivencia no se emponzoñe con este tipo de actuaciones. Y lo decimos desde Euskadi, donde sabemos mucho de cuervos, aunque nunca les hayamos llamado así.