- El acuerdo con la Generalitat ni siquiera es una actualización de la tan necesitada reforma del sistema de financiación, sino un modelo sacado de la chistera para contentar a una parte egoísta de la política.
Escuchar la rueda de prensa de la conferencia bilateral entre el Gobierno de España y la Generalitat de Cataluña, ofrecida este lunes a mediodía, no ha sido precisamente música celestial para muchos oídos.
La sarta de contradicciones que se han puesto de manifiesto en ella ganaría el primer premio en un concurso a las mayores incongruencias.
Antes que nada, hay que señalar que el modelo previsto se negocia primeramente con una comunidad autónoma de España, Cataluña, pasándose a estudiar posteriormente su implementación en el resto. Como si la primera fuera la niña enchufada de la clase frente al resto del pueblo llano.
Pero lo fundamental es que la reforma acordada abre la puerta a la confederación de Estados, sin precedentes y ningún tipo de cabida, en nuestro texto constitucional.
España es, hasta donde nuestro texto constitucional dice, una nación indisoluble, patria común e indivisible de todos los españoles. En ella cabe reconocer la autonomía de las regiones, pero siempre con el broche de la unidad y de la solidaridad.
Por lo tanto, decir, como el ministro Ángel Víctor Torres, que el hecho de tener más autonomía no significa tener menos Estado es, simple y llanamente, una mentira.
El sistema de financiación, para quienes tenemos unas nociones de matemáticas básicas, tiene que ser un sistema de suma cero. Lo que implica que, si se quita de un sitio, se tiene que llenar ese vacío con algo.
Ese «algo» serán mayores impuestos, o bien menores y peores servicios públicos.
Por otra parte, insistir hasta la saciedad en que el acuerdo recoge las singularidades de Cataluña, como también existen en otros territorios de España, es también una cuestión inadmisible y absurda.
Por esa regla de tres, podemos hacer tantos pequeños Estados o reinos de taifas en función de las singularidades que detectemos en cada región, ciudad, pueblo o comunidad de vecinos de España.
¿Dónde ponemos el límite?
Otra razón de peso muy sencilla de entender para juzgar negativamente este acuerdo sobre la financiación singular para Cataluña extensible a otras comunidades autónomas es que, en un mundo globalizado donde buscamos, en todos los ámbitos, la eficiencia y la unidad de acción, es absurdo e insostenible fraccionar y dividir una Administración. Por motivos exclusivamente políticos.
«Romper la Agencia Tributaria es romper la solidaridad, la unidad, la igualdad, la justicia y la generalidad de nuestro sistema tributario»
Si, precisamente, la Administración, según señala nuestra Constitución, debe servir al interés general, no es comprensible ni está justificado que carguemos con más obligaciones a los contribuyentes y les pongamos más trabas de forma innecesaria.
Por lo que respecta a llamada «aportación solidaria», induce a la carcajada si pensamos que esta tendrá la misma solidaridad que la que han venido realizando los territorios forales desde que se aprueba su régimen de financiación hasta la fecha.
La solidaridad es, precisamente, contribuir a la caja común, y pensar en los más desfavorecidos y no en la poltrona de unos pocos. Solidario es quien sabe que en la ciudad de al lado, que también es España, viven personas que tienen derecho a percibir los mismos servicios públicos que los demás.
Solidario no es que quien tenga más debe recibir más. Porque, ¿es comprensible que un millonario, por el hecho de pagar más, debe tener acceso a mejores servicios públicos y, por ejemplo, a una mejor sanidad que una persona que gana menos?
¿No es esto antisocial e insolidario?
El modelo que se pretende aplicar, digámoslo en román paladino, es un modelo pactado políticamente para sostener a un gobierno concreto. Y ni es solidario, ni es garantista, ni es equitativo.
Y ni siquiera es una actualización de la tan necesitada reforma del sistema de financiación, sino un modelo sacado de la chistera para contentar a una parte de la política, que sólo piensa en sí misma. Y que, desde luego, no tiene ni tendrá nunca en mente las necesidades reales de nuestros ciudadanos.
Porque, entre otras cosas, no saben ni parece que sabrán nunca lo que es trabajar y sacar, con mucho esfuerzo para algunos, un negocio o una familia adelante.
El broche de oro de las incongruencias lo pone la propuesta de ruptura y fraccionamiento en consecuencia de la Agencia Tributaria española. Organismo que, a pesar de las críticas que últimamente ha recibido de un despacho extranjero ávido de publicidad gratuita, es el mejor valorado por los españoles dentro de la Administración General del Estado.
Romper la Agencia Tributaria es romper la solidaridad, la unidad, la igualdad, la justicia y la generalidad de nuestro sistema tributario. Un sistema que, aunque muy necesitado también de reforma, es el que nos provee de los recursos necesarios para sostener el Estado social.
Y por eso, romper nuestra Agencia Tributaria equivaldrá romper el Estado y volver a épocas medievales, tan lejanas y nada recomendables en la era de la globalización.
*** Ana de la Herrán es presidenta de la Asociación de Inspectores de Hacienda del Estado.